Primera parte

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Mi primer contacto con Groenlandia me costó una jornada y media de vuelo, cuatro transbordos y un vapuleo inmerecido a mi razonable metro noventa y dos: casi treinta y seis horas de martirio, saltando de asiento angosto en asiento más angosto aún,...

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Mi primer contacto con Groenlandia me costó una jornada y media de vuelo, cuatro transbordos y un vapuleo inmerecido a mi razonable metro noventa y dos: casi treinta y seis horas de martirio, saltando de asiento angosto en asiento más angosto aún, para cubrir los 3.800 kilómetros que la separaban de Copenhague. Por suerte, mis compañeros de la universidad ya me habían puesto sobre aviso. Lo peor era que la diminuta ciudad donde acabé —un lugar llamado Qaanaaq, prácticamente la zona civilizada más al norte— ni siquiera era mi destino final. Aún tuve que esperar un par de horas para que acudiesen a por mí, a lomos de una moto de nieve a juego con los asientos de avión, y cruzar una amplia superficie de sobrecogedor paisaje helado. Y a oscuras, a pesar de que eran las cuatro de la tarde. Mi conductor me aconsejó, en un danés aceptable, que disfrutase los tres días con luz que quedaban antes de despedirnos del Sol hasta febrero. Sublime.

Muchos se preguntarían qué se me había perdido en el invierno ártico. Ni yo mismo lo sabía muy bien. Supongo que el cuerpo me pedía cambios, después de concluir un doctorado extenuante y descubrir que reanudar la convivencia con mi novia habría de asestarle el golpe de gracia a nuestra moribunda relación. Nada novedoso; la típica escena donde ella me reprochaba que era un lisiado emocional, que nunca le decía lo que sentía, que no me salía de mi programación para pasar tiempo juntos... Sonará a paradoja, pero el distanciamiento era lo que nos había mantenido unidos hasta entonces. Resumiendo, me había quedado solo y sin un lugar donde vivir y, cuando el departamento publicó lo de la vacante en el observatorio magnético de Qaanaaq, se me ocurrió la brillante idea. ¿Qué mejor proyecto para un geofísico sin vida social? En seguida llené una maleta con el ordenador, la guitarra y ropa de abrigo digna de la conquista del Polo, abandoné el apacible octubre de Dinamarca y acabé en este paraíso a veintitantos grados bajo cero. Para mejorar el plan, mi colega sénior del observatorio había decidido que sería yo quien montara y pusiera a punto una estación nueva al noreste. Adiós a las —dudosas— comodidades de una miniciudad con historia: mis habilidades mecánicas me habían hecho ganar un puesto de avanzadilla en un asentamiento de 200 habitantes, sin infraestructuras ni ubicación en el mapa, al que los groenlandeses de la zona llamaban Aappaluarpoq. Al final del trayecto ya no distinguía si me metían en una vivienda digna o en un agujero. Hice mi madriguera en algo parecido a una cama, cerré los ojos y caí fulminado en un segundo.

Las pocas horas diurnas del día siguiente las aproveché para pasar revista a mi nuevo hogar. Según tenía entendido, Aappaluarpoq se había formado a expensas de una compañía minera que realizaba prospecciones en el área, en busca de rubíes; el propio apelativo hacía referencia al color rojo. Para ser sinceros, no era mucho menos sofisticado que Qaanaaq. Seguía el modelo de construcción local, casas prefabricadas de colores con tejados a dos aguas, excepto unas cuantas que compartían la gracilidad de los contenedores de barco. Por dentro eran igual de sencillas. Mi casita típica de dibujo infantil tenía un salón dormitorio, una cocina, una habitación extra y un aseo —sin ducha—. Fuera había un pequeño cobertizo donde se guardaban el generador de gasoil y un depósito para el agua, o, más bien, los trozos de glaciar. ¿Por qué no había ducha? Por la misma razón que carecía de grifos. Los sistemas de abastecimiento no dependían de cañerías y canalizaciones, sino de unos repartidores muy atentos que acarreaban el combustible en bidones y el agua dulce en cómodos bloques congelados. Las maravillas del siglo XXI.

Un manto de luciérnagasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora