Segunda parte

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Me resultó fastidioso volver a la actividad cotidiana tras aquella jornada de descubrimiento. Y no era que no me gustase mi trabajo, sino que implicaba horas de ausencia en las que cierto sureño con tendencia a las roturas debía quedarse solo. Era muy extraño... Después de meses y más meses de desapego emocional durante mi doctorado, se me había invertido la polaridad y me había convertido en un protector patológico. Tuve que forzarme a mantener algo de distancia, porque él no era de los que se confiaban con facilidad y por nada del mundo habría deseado asfixiarlo, pero... Lo veía tan frágil... Aislado, en un país helado y oscuro que no era el suyo, sin familia ni amigos... Circunstancias que también se aplicaban a mí, lo admito, aunque con mucha menos severidad. Mientras que yo estaba allí por elección propia, ¿podía Sylvian decir lo mismo? ¿Él, que llevaba años siendo arrastrado de un lado a otro por aquella obsesión?

Al menos nos reuníamos al final del día, por lo general en su casa, salvo las escapadas alternas a la sala comunal para que la gente no murmurase demasiado. Haciendo cuentas, pasaba más tiempo allí que en mi cuchitril, y en ocasiones me sentía tentado a llevarme mis chismes y ocupar un rincón. ¿Que por qué no lo hacía? Bueno, tenía la impresión de que él aceptaría por no contradecirme, de que valoraba su privacidad y prefería conservar un pedazo antes que dármela toda a mí. Y yo lo asumía. Comprábamos la comida juntos, cocinaba para él y me cercioraba de que no saliese sin compañía por ahí, a doblarse articulaciones. Cuando otro de los habitantes del poblado perdió el rumbo en la oscuridad, se preocupó tanto durante su búsqueda que volvió a perder peso, y le faltaron minutos para ir a entrevistar a la víctima en cuanto este pudo hablar. Le eché una buena bronca y lo cebé con carne grasa, que, aunque sabía a rayos, venía bien para aguantar las temperaturas en descenso. Y seguíamos juntos de la otra manera; puede que con algún reparo al principio —las borracheras ayudaban a ahogar las inhibiciones—, pero con una seguridad creciente, alentada, sobre todo, por la naturalidad con la que él se desnudaba, se colocaba encima o debajo de mí y me hacía recelar de todas las relaciones con chicas que había mantenido en el pasado. Me encantaba apretarme contra él en el sofá o en el espacio algo más amplio de su cama. Me fascinaba mirar sus ojos ambarinos entre aquellas hileras de pestañas larguísimas, pasar la mano sobre su costado de color canela y admirarme de su perfección, en contraste con mi piel paliducha de fantasma vikingo. Él se reía, deslizaba el pulgar a lo largo de mi labio inferior —su ritual previo a besarme— y se burlaba. «Ideal para camuflarse en la nieve, con tal de que te quedes en pelotas», me decía, para luego añadir: «Y, de todas las cosas que he visto, la nieve es una de mis favoritas.»

Muchas madrugadas preferíamos quedarnos en la caldeada sala de estar y ver la televisión, escuchar o tocar música. Recuerdo muy bien una de aquellas veladas. Yo tenía conmigo mi guitarra y la aporreaba cantando a grito pelado Fifteen Feet of Pure White Snow —lo que, en mi idioma, se traduciría más o menos como «quince pies de nieve blanca»—, mientras él me hacía los coros. Nuestros chirridos y gallos variaron por completo el tono de la canción, que dejó de ser un blues desesperado para convertirse en una cacofónica declaración de principios. Lanzamos unas cuantas carcajadas cascadas después de aquello, y algunos de sus versos se convirtieron en nuestro grito de guerra particular, sobre todo cuando salíamos y no veíamos más que nieve por todas partes.

Un manto de luciérnagasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora