Tercera parte (final)

1.4K 246 318
                                    

Un negro más intenso sobre el resto de la negrura

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.


Un negro más intenso sobre el resto de la negrura...

En cuanto abrí los ojos, en dolor más insoportable me golpeó desde los tobillos hasta las sienes. El siguiente sentido que se me activó fue el del oído, estimulado por mis propios gemidos. Sonaban con un eco extraño, y no sé si fue un primitivo instinto de conservación, pero recuerdo que callé, respiré hondo y reuní fuerzas para investigar con calma dónde estaba, cómo había llegado hasta allí y cuál era el alcance de los daños. Palpé mi abrigo en busca de una linterna led y la encendí. La luz me cegó por un instante al rebotar en el hielo blanco y luego me mostró franjas azules, un repecho a medias rematado por una roca y una hendidura que se oscurecía y estrechaba. Hasta donde sabía, habíamos caído en una grieta en el glaciar. Orienté la linterna hacia arriba y observé, a tres metros de altura, los bordes camuflados con una fina capa de escarcha agujereada que confirmaron mis sospechas. Un guía experto —y Kristiansen lo era— habría detectado la depresión en el terreno a pesar de la falsa cubierta; entonces, ¿qué había ocurrido? Y, lo más importante, ¿estaba solo? Moví de nuevo el haz hacia lo más profundo. Desde allá no llegaba a distinguir gran cosa, salvo nieve y rocas y... Un objeto estrecho y alargado —quizá uno de los esquís de la moto— resaltó en las sombras. Mi búsqueda de un ángulo mejor desembocó en otro latigazo doloroso, así que me inmovilicé y llamé:

—¿Kristiansen? ¿Jensen?

Repetí los nombres en voz alta, temeroso de que el eco empeorase la situación, pero no obtuve respuesta. Mi reloj inteligente hacía tiempo que se había sumido en la estupidez más absoluta; rebusqué entonces entre mis ropas y en el suelo, esperando localizar un móvil o un comunicador que, por supuesto, no estaban allí. Por último, decidí evaluar el alcance de los daños físicos. Aparte de recibir un golpe en la cabeza, me había dislocado un hombro, y el estado de mi tobillo derecho indicaba que estaba roto. La rodilla chafada a juego era lo de menos. Dado que no contaba con medios para entablillarlo, me incorporé con un grito ahogado y me coloqué la pierna en la posición más cómoda que mi hombro me permitió. Sentado en un repecho de hielo, con una pared de tres metros de altura a mi espalda y una caída todavía más profunda frente a mí, la vida ya no se me figuraba tan sencilla.

—¡Jensen, Kristiansen! ¡Respondan, por favor! ¡Respondan!

El silencio me hizo temerme lo peor. Y, aunque digo silencio, recuerdo con claridad que mis llamadas resonantes, el ulular del viento y el golpeteo de mi corazón me parecieron más ominosos que la calma. Si ellos estaban abajo, inconscientes o muertos, mis esperanzas descansaban en que el GPS funcionara milagrosamente o en que nos echasen rápido en falta en Qaanaaq, o bien en Aappaluarpoq. Pensé en Sylvian, preocupado, alertando a la comunidad, organizando una partida de búsqueda. Sylvian... Él no me dejaría tirado, lo sabía, y la calidez del sentimiento tardó muy poco en convertirse en inquietud al visualizar las locuras que podría cometer.

—Sylvian, envía a alguien pero no se te ocurra salir del asentamiento, ¿me oyes? ¡Que yo no me entere!

Al rato medité sobre lo rápido que se escapaba la cordura en una situación límite. Si ya hablaba solo, ¿qué no haría dentro de diez, veinte, cuarenta horas? ¿Resistiría tanto? No tardé en comprender lo poco que eso importaba. Cualquier ruido era mejor que el silencio ártico y, si tenía que hablar conmigo mismo para remediarlo, que así fuese. La sensación helada de varios copos de nieve aterrizando en mi cara me arrancó nuevos estremecimientos y más gruñidos de incomodidad. La tempestad se había desatado en el cielo.

Un manto de luciérnagasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora