Capitulo 10

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No puedo seguir escribiendo en este estado de turbación. No me queda sino tumbarme en la cama y agitarme unos minutos soñando con Isabel, la hermana de mi novia, que ha llegado inesperadamente esta mañana para despertar al hombre que pensé que ya no existía en mí y que ahora se alborota pensando en ella. Al terminar, vuelvo a la computadora y trato de escribir, pero hay algo que me provoca un desasosiego: un dolor en la entrepierna, el ardor y la comezón que suelo sentir allí abajo después de amar a Sofía ciertas noches y que ahora me asalta con fuerza. Se lo cuento cuando vuelve de clases y ella se preocupa, me mira los órganos genitales y comprueba que están hinchados, aunque no le cuento que en las madrugadas me toco en el baño luego de hacerle el amor y que quizá por eso tengo todo tan irritado. Siempre dispuesta a ayudarme, ella lo toma como un desafío y consigue toda clase de remedios, cremas, ungüentos, pócimas, jarabes tonificantes y hierbas que le trae una amiga de Lima, enviadas por el doctor Pun, un chino que se dedica a curar las enfermedades con sus hierbas presumiblemente mágicas. Creyentes en el poder curativo del doctor Pun, hervimos las hierbas y un olor repugnante invade de inmediato el departamento y se impregna en nuestras ropas. Bebo asqueado ese líquido verduzco que Sofía vierte de la olla en un vaso y aguanto el sabor amargo, espeluznante, de las hierbas de este chino que debe de ser un charlatán.

Por unos días, las hierbas me producen una sensación de alivio y bienestar, y Sofía parece orgullosa de haberme curado. Sin embargo, en dos semanas regresan los dolores en el sexo y el bajo vientre, una quemazón que no me deja respirar, me priva del sueño y me envenena contra Sofía, a quien culpo en secreto de obligarme a ser más hombre de lo que puedo ser. Entonces ella pierde la paciencia y me dice vamos al urólogo, esto no puede seguir así. Obedezco sumiso. Recurriendo al seguro médico de la universidad, hace una cita con el doctor Rumsfeld, que es, según me cuenta, un distinguido especialista que atiende en el hospital de Georgetown University, al lado mismo del campus, a pocas cuadras de nuestra casa. No nos costará un centavo, el seguro se hará cargo de los gastos y con suerte pondrá fin a mis padecimientos genitales, que amenazan nuestra vida amorosa. Yo sigo pensando que quizá me arde la entrepierna de tanto masturbarme en el baño de madrugada, tras hacer el amor con Sofía. Días después, hartos de las hierbas y los ungüentos que de poco o nada han servido, nos presentamos como una pareja amorosa y compungida en el consultorio del doctor Rumsfeld, que nos hace pasar a su despacho y nos pregunta la naturaleza del problema, asunto que Sofía describe con su perfecto inglés: que después de hacer el amor, me sobrevienen un dolor y una irritación en el área genital. Entonces el doctor, que es bastante amanerado, un cincuentón canoso y de rostro ajado, hace otras preguntas de rutina, y Sofía las responde con solvencia y aplomo, muy en su papel de novia, consciente de que el doctor Rumsfeld me ha echado el ojo.

Ocurre luego lo que yo presagiaba: el doctor le dice a Sofía que, por favor, se retire un momento porque tiene que hacerme unos chequeos privados. Ella se marcha muy digna del despacho pero alcanza a mirarme, y creo que me dice con esos ojos asustados: Ten cuidado con este viejo pervertido, que no te vaya a manosear, a la primera que te toquetee este sátiro, me gritas y yo entro y le aviento una patada en los huevos. Sofía sale del consultorio y el doctor Rumsfeld respira aliviado y me pregunta por qué creo que me está pasando todo esto. Yo le confieso que quiero a mi novia pero que también me gustan los hombres, que me encierro en el baño de madrugada y me toco pensando en un hombre, y que tal vez por eso estoy irritado allí abajo, por la excesiva virulencia en los frotamientos y los sacudones de madrugada.

El doctor Rumsfeld sonríe comedido, muy profesional, como celebrando esta confesión, casi como si la hubiese adivinado, y me pide que pasemos a un ambiente privado para hacerme un examen, una pequeña inspección. Yo pienso: todo bien siempre que no me inspecciones la pinga con tu lengua de viejo depravado, estudioso de mil pollas. Me pide que me baje los pantalones y yo obedezco. Entonces me sugiere que también me quite los calzoncillos, lo que hago en seguida. Me mira con descaro, respirando pesadamente, se aproxima a mí, me hace sentir su aliento rancio, desagradable, y toquetea suavemente mis partes, recordándome los manoseos a que me sometía un cura ojeroso del Opus Dei que mi madre creía un santo. Luego me dice que me dé vuelta, que abra las piernas y me apoye sobre la camilla. Yo obedezco y quedo en posición de recibir. El doctor enguanta su mano, la unta de un lubricante y me advierte que va a introducir su dedo. Yo consiento encantado la operación. Ahora el doctor Rumsfeld se apoya en mí, me mete el dedo, lo mueve y me pregunta si duele y yo le digo que sí, que un poquito, mientras pienso que duele rico, que no me lo saque tan rápido, que lo mueva despacio y con cariño. Entonces me pregunta si he tenido sexo anal y yo le digo que sí, que hace algún tiempo no lo practico pero que he tenido un amante en mi país y otro en Nueva York. Mueve la cabeza, asiente, sonríe, me mira con cierta complicidad, como diciéndome: No me vas a decir a mí, que soy un viejo resabido, lo rico que se siente cuando te ensartan el culo. Ahora me subo los pantalones y él se quita el guante y me dice que todo está bien, que no hay lesiones serias, y que la sensación de malestar es sólo una consecuencia del sexo forzado a que me someto, y sugiere a continuación que me ponga en contacto con las organizaciones gays de la ciudad y que lleve una vida gay si eso es lo que deseo, y promete que entonces este dolor malhadado desaparecerá como por arte de magia. Yo sonrío y le pregunto si todo es tan simple. Me dice que sí, que no es el primer caso que ha tratado, que el dolor se irá cuando tenga una vida sexual razonablemente buena. Yo pienso que si Sofía estuviera allí ya le hubiese tirado una bofetada por atreverse a decir que nuestra vida sexual no es feliz.

El Huracán Lleva Tu NombreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora