Capítulo 12

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Había hecho muchas holoentrevistas, durante su dilatada carrera política, como líder de la Federación de Planetas Libres, sin embargo, haciendo un somero acto de constricción, en esta última, no había sido del todo sincera.

Engañar no era nuevo para ella, su padre le había enseñado, desde muy pequeña, que ni el bien ni el mal existían cómo tal. Tan sólo eran aforismos absurdos de unos códigos morales heredados de otros tiempos, sólo válidos para engañar a los débiles, pues lo que realmente existía, sin ningún género de duda, eran los fuertes y los débiles, y sólo de los primeros era el Universo.

Pero las preguntas de esta interviú rememoraban temas ya olvidados. Quizá en boga por el éxito de su libro "Historia de las Grandes Guerras", cuyas ventas habían sobrepasado las más optimistas expectativas, alzándose, de forma continuada y sin visos de declive, al número uno en la lista de Azllebe.

Ahora que ya no estaba delante de la holografía del seudoperiodista Sarius, sino sentada en su residencia presidencial, en el arcaico y cómodo sillón de tela, que había pertenecido a Nicolai y que ella ya había mandado restaurar más de cien veces, su mente divagaba con lo que había dicho.

Pensaba como eran capaces, este tipo de investigadores, de enterarse de todo lo que había pasado en su vida privada, aun siendo como era secreto de Estado, por ser ella quien era. Sin embargo, no había reserva que se pudiera mantener si ellos escudriñaban.

Por ejemplo, se preguntaba, como sabían lo de su sillón rojo. Alzó ligeramente sus cansados ojos y acarició el tapizado de sus brazos con suavidad. Todo en este antiguo mueble le gustaba, desde el olor, hasta el tacto. No era ni mucho menos tan cómodo cómo los nuevos espacios antigravitatorios, o cómo las espléndidas cúpulas de relajación, que incluso contenían una medidor psíquico de "Vario" para relajar o estimular, pero ella lo adoraba. Su difunto marido siempre le había reprochado lo antianatómico del "artefacto ese", como le gustaba llamarlo para contrariarla, pero a ella le recordaba su infancia, ya tan lejana y sobre todo a sus padres, a los que echaba terriblemente de menos.

Era curioso, reflexionó, cuanto más vieja se hace una tanto más piensa en sus padres. Aunque hubiera pasado mil veces más tiempo con su esposo que con sus progenitores, ahora, cuando su fin se apróximaba, era en ellos en quienes más pensaba.

Su marido. Recordó con cariño. Su Salvador, su amor verdadero, su vida, su compañero. Hacía ya más de medio ciclo de vida estándar que había desaparecido, sin embargo, ella lo recordaba en su mente con todo lujo de detalles. Incluso recordaba perfectamente el impresionante brazo ciborg orgánico que le habían implantado después del ataque brutal que sufrieron en Sephar, en donde se habían besado por primera vez. Recordaba que, durante el beso, se le había pasado por la cabeza que quizá los Albiac desteñian en contacto con la piel humana. No sería la primera vez que ocurría entre especies intergalácticas diametralmente opuestas, en situaciones similares. Había pensado que le iba a manchar de verde los labios descubriendo, a todo el mundo, lo que había ocurrido durante su visita privada, con la consiguiente vergüenza general.

Su vida con él había sido plena, habían tenido una niña, casi un clon de ella, que había completado su felicidad. Sólo había un pero en todo esto, no habían podido tener ninguna más. Por muchos tratamientos que hubieran seguido ambos, sólo habían podido tener a Maricruz.

Maricruz, como su abuela, la misma que la cuido siendo niña, la misma que recibió la muerte de sus hijos impertérrita, sin lloros, sin lamentos. Una mujer fuerte, formidable, de las que siempre estaban en su sitio cuando la necesitabas, cuando acudías a ella. Un mieloma múltiple se la había llevado de su lado. Recordaba, con toda nitidez, como había abierto la puerta de casa cuando su padre regresó al final de la guerra, como se quedó paralizada y se había echado a llorar abrazándole con fuerza a la vez que le decía: "gracias por venir". Extrañas palabras que nunca pudo entender, salvo que se refirieran a la soledad que ella esperaba al final de sus días, y que con el regreso de su hijo se alejaban rápidamente. Ellos, sus padres y ella misma, no la abandonaron hasta el final y junto a su lecho de muerte la despidieron con cariño.

Le hubiese gustado que conociera a su hija, sin embargo, no había sido posible, como no había sido posible tener más hijos. Los Albiac solían tener mucha descendencia, y eso le preocupó durante mucho tiempo, pero a él no le importó. La quería y no lo tuvo nunca en cuenta. Pero él había muerto, habían tenido una vida longeva juntos, pero inexplicablemente ella le había sobrevivido.

Los miembros de esa raza, por lo general, vivían el doble que los de la suya, sin embargo, este caso había sido la excepción que confirmara la regla, y era ella la que casi duplica la suya. Sabía que su exagerada longevidad era la comidilla de todo el Concilio, y que se hacían chistes sobre ésta y la duración de su cargo, aunque esto nada tenía que ver, pues cada espacio de tiempo cíclico se renovaban los cargos con una votación general. No tenía la culpa de haber sido reelegida, como Presidenta de la Federación de Planetas Libres, durante más de seis ciclos de vida consecutivos.

Aún así, creía tener una explicación a esta extraña longevidad. Nunca se lo comentó a nadie, ni siquiera a su querido TubalCain, aunque él ya tuviera sus sospechas desde el ataque en las minas. No entendía como, pero sabía que su padre tenía la culpa. Desde alguna parte, desde algún lugar la mantenía con vida, violando sistemáticamente todas las reglas que regían la biología humana.

No recordaba, con exactitud, los acontecimientos del fatídico día en las minas de Carrex. Entre lagunas de la memoria si creía haber visto también a su padre, que se agachaba y la besaba en la frente, o ¿era su madre? Ambos se confundían, cómo si fueran uno sólo, aunque tal vez sus recuerdos se entremezclaban con los de su marido y realmente ella no vio nada, tan sólo deliraba en ese momento pensando en sus progenitores como cualquier soldado herido de muerte. Había leído en alguna parte que la mayoría de los soldados humanos, en estas circunstancias, llamaban a sus madres, más que a cualquier otra persona, y quizá ella había hecho lo mismo. El caso es que cuando se recuperó quería decirles algo, como si se lo hubiese prometido. Por eso se resistía a morir. Debía verles antes de terminar en este valle de lágrimas, antes de encaminarse al valle contiguo, como siempre decía su padre.

Estaba cansada. Todos los suyos hacía mucho tiempo que habían muerto, su marido, su hija, sus nietos, Nicolaiev, Luis, todos. Ya era hora de marchar. Llamó a su secretario personal y ordenó que trajeran a su presencia a Aciro, su descendiente hembra más joven. Nadie se extrañó de tal petición, estaban acostumbrados a las rarezas de su líder. La demora fue breve y enseguida una niña de unos treinta y seis puntos de traslación, junto a sus padres, entró en la habitación saludando a su abuela.

En esto Alexia era tajante, daba igual a qué generación pertenecieran. Desde que alcanzaron las estrellas, la longevidad de su raza se había multiplicado por diez, y no había nombres para tantos descendientes y ascendientes, así que ella los llamaba nietos a todos y les obligaba a que se dirigieran a ella como abuela. En esto cómo en tantas otras cosas, su palabra era ley y ella lo sabía.

Alexia le dio un beso en la frente y despidió suavemente a los mayores, quedándose sóla con su nietecita.

Más tarde la niña explicó que, su abuela, el Presidente de la Federación de Planetas libres Alexia Nehivia, la sentó en su regazo y la miró fijamente a los ojos, a la vez que murmurando le repetía sin cesar: "recuerda", "recuerda".

Después se quedó profundamente dormida y jamás despertó.

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Los funerales por la muerte del líder del Concilio fueron grandiosos, recibiendo honores de todos y cada uno de los jefes planetarios, así como de todas las casas imperiales del Cosmos. El féretro fue enterrado, como era preceptivo para un jefe de Estado, al lado del de su marido, junto a la tumba del "Compañero", en el tercer planeta.

Su cuerpo contenía tal cantidad de energía vital que fue imposible certificar su muerte hasta pasados más de diez puntos de rotación.

La historia se encargaría de mitificar su muerte, pues el mismo día que la legendaria Presidenta expiró, una onda de energía de dimensiones ciclópeas partió ese sector del Universo provocando numerosos destrozos, e interrumpiendo las comunicaciones durante más de un punto de rotación estándar.

HISTORIA DE LAS GRANDES GUERRAS. "Final"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora