Uno

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Me lo merecía.
Me merecía cada minuto en ese avión, observando las espesas nubes como nata montada yacían a mis pies, como si me invitaran a nadar en ellas.
Era mi premio, mi recompensa después de cuatro años clavando los codos sin propósito que conseguir una beca para una de las siete universidades más prestigiosas del mundo.
Y al fin había cruzado la meta.
Harvard, Oxford, UCLA... A todas envié solicitud y, al final, me quedé con Yale, que había sido desde siempre mi prioridad. En breve, formaría parte de ese seis por ciento de estudiantes del campus procedentes de otros países. Sería la guiri de allí.
No tenía ni idea de cuantos españoles podrían estar estudiando en New Haven, pero yo sería uno de ellos y la perspectiva era un poco incómoda, porque odiaba ser el centro de atención, prefería passar desapercibida y centrarme en lo mío.
Mi madre, Carol, tenía sangre irlandesa y americana, y mi padre, Cesc, era catalán. Yo hablaba tres lenguas perfectamente: el castellano, el catalán y el inglés; y un poco de francés.
Sabía que mi manejo del inglés, una lengua materna para mí, sumaba puntos para que me aceptaran en universidades de Estados Unidos. Y eso, añadido a mi matrícula de honor en todas y cada una de las asignaturas cursadas, había facilitado que me dieran la beca, y me aceptaran en Yale.
Desde parvularios hasta bachillerato, mi vida había transcurrido entre las paredes doctrinales de Saint Paul's School de Barcelona, un colegio privado internacional trilingüe, ubicado en la avenida Pearson, al pie del parque natural de Collserola. El color de las nubes que atravesábamos me recordaba al tono impoluto de las aulas, y lo más curioso era que no sentía la añoranza propia de alguien que estaba acostumbrado a pisar día tras día el mismo suelo. De hecho, no creía que fuera a sentirla jamás, pues la necesidad de abrazar lo que iba a venir era más poderosa que la posible nostalgia que en algún momento pudiera llegar
Yale era mi sueño. Mi objetivo.
Era justo lo que quería. Mi nueva vida se alejaría mucho de la seguridad de mi escuela de toda la vida, y de la sobreprotección con mi propósito.
Había dado mi promesa de que no desfallacería en conseguir mis objetivos. Y yo nunca rompia una promesa.
El hecho era que, aunque parecía inevitable no pensar en mi futura estancia en Yale, en esos momentos no quería darle demasiadas vueltas a la cabeza, porque a la universidad no iría hasta pasados diez días, y antes de viajar a Connecticut, en Estados Unidos, para estudiar la carrera que había elegido, tenía por delante cinco días de maravillosas vacaciones, un pequeño capricho.
Mi pequeño paréntesis antes de que diera inicio lo verdaderamente importante para mí.
La idea de disfrutar ese impasse por todas las veces que no me fui de fiesta con los chicos, y por todas las vacaciones que me perdí al anteponer mis estudios y mis responsabilidades a la diversión y la juerga.
Saqué de mi bolsa de mano una cajita con un poco de colorete. La abrí y observé mi reflejo en el pequeño espejo cuadrado.
A la loca de Gema, la mujer de mi padre, le encantaba comprarme muchas virguerías de la marca Mac. Yo no solía maquillarme, siempre he preferido ir más natural, no porque me gustara, sino porque prefería no perder el tiempo en pintarme la cara.
Con decir que no sabía que hubiera una marca de cosméticos que se llamara igual que mi ordenador, ya dejo bastante clara mi ignorancia al respecto.
Gema decía siempre que mi belleza  tenía que explotar, que debía ser más presumida: «Con ese cuerpo y esa cara...», me repetía apretándome las mejillas hasta ponerme boca de pez.
A mí, simplemente, no me interesaba, porque no me veía tan guapa como ella me decía ni tan princesita como mi padre me señalaba que era. Creo que siempre tuvieron una idea distorsionada de mi y que proyectaban en mi persona lo que querían que fuera.
Pero les salí rana. Ni coqueta, ni creída ni presumida... Me gustaban las gorras de béisbol, porque me ocultaban el rostro; y aveces me vestía como un chico: tejanos, sudaderas, Converse o deportivas.
No me consideraba ninguna beldad, y estaba en una fase en la que no tenía ningún interés en mi físico, puesto que tampoco nadie me llamaba la atención como para esmerarme en gustarle.
En fin, una vez mi padre me preguntó si era lesbiana. La cara que le puse le sirvió para que nunca volviese a cuestionárselo.
Así que después de asegurarme de que mis ojos rasgados seguían siendo azul hielo, como mi madre los describía, coloque mi melena castaño oscuro sobre mi hombro derecho y guardé de nuevo el espejito dentro del bolso. Volví el rostro hacia la ventana.
El lienzo que veía a través de la ventana del avión me sobrecogió de pleno;las nubes se abrieron y, al dispararse, apareció un pueblo que, visto desde el cielo, parecía sacado de las leyendas medievales de caballeros y princesas.
Era Lucca. Y allí me dirigía para disfrutar del Festival Internacional del Cómic, series, y Videojuegos junto a mis amigos. Aquel era el primer año que se celebraba dicho evento durante la primera semana de agosto y, siendo verano, nadie se lo quería perder.
Sonreí de oreja a oreja como lo haría una niña y dejé que la emoción me embargara.
Gema y mi padre no daban crédito a que alguien tan serio como yo, con las aspiraciones que tenía, le gustarán los cómics y los mangas japoneses.
Pero así era.
Me encantaban, porque a los bichos raros nos gustan las cosas raras y especiales.

DESAFÍAMEDonde viven las historias. Descúbrelo ahora