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ÉL TENÍA un tatuaje. Quizá ésta no sea la mejor manera de empezar pero, ¿Qué importa de dónde se comienza?
Me sentía turbada por el tatuaje. No era el primer torso desnudo que veía en mi vida, pero sí el primer tatuaje. Consistía en un águila. Una enorme y majestuosa águila azul con la cabeza de lado, para que uno pudiera apreciar el regio perfil en todo su esplandor. Un águila en reposo pero, corrijo, nunca lo dije, lo pensé solamente. Nunca dije nada. Era sólo la impresión que me producía la figura en la parte superior izquierda del pecho, un águila azul que podía tocar con las yemas de los dedos. Fue mucho tiempo después cuando me enteré de que el tatuaje se lo habían hecho mientras estaba en la cárcel.
La cárcel.
Esa palabra no existía en mi vocabulario. En el barrio en el que vivía el año de 1959, en Kansas City, nadie conocía la cárcel. Si ni siquiera sabían de tatuajes, mucho menos de cárceles. Nunca en la vida había hablado con un muchacho como él. En realidad, jamás sostuve ninguna conversación con ese tipo de personas, como hubiera dicho mi madre frunciendo los delgados labios y moviendo el mentón de un modo que le era peculiar. Al fin y al cabo, yo tenía el privilegio de ser la hija de una familia judía de clase media. Jenny Jaffe, hija única de Esther y Mose Jaffe, de 16 años de edad, 1.75 cm de estatura, 55 kilogramos de peso, delgada y de poco busto, con el cabello castaño rebelde recogido en una cola de caballo, la piel blanca y los ojos también castaños. Una típica adolescente del medio oeste, pacífica, no muy popular, en la mitad de su último año de estudios del bachillerato. Lo único que me diferenciaba de las demás muchachas, era que creía saber lo que deseaba. Tenía un sueño, no tan grande como el de Martin Luther King, el sueño simple de Jenny Jaffe. No existen tantos adolescentes que sepan lo que quieren, pero yo tenía tan sólo 16 años y sabía a ciencia cierta lo que quería desde que empeze a caminar. Quería ser bailarina. Esther y Mose supusieron que el deseo de su hija única de volverse bailarina tenía que ser una broma.

-¿Cuántas mujeres de Kansas City pueden llegar a Nueva York, y triunfar? No seas tonta. Te vas a perder en ese barullo. Mejor ve a la universidad y aprende algo útil.

Durante muchos años no dejé que mis padres me vieran bailar, no desde que era una novel y desgarbada ballerina vestida con una falda rosa.

-Mi hija es el patito feo - oí que mi madre le susurraba a mi padre, en el oscuro salón donde se realizaba mi primera función.
Desde ese momento, jamás permití que me vieran bailar. Siempre mantuve el sueño escondido dentro de mí. Si no hubiera sido por eso, es probable que nunca hubiese ido a Nueva York para convertirme en una bailarina. Habría borrado ese sueño de mi mente y hubiera huido con Zabdiel, en el Mercury azul 1950. Pero también podría haber pasado el resto de mi vida discutiendo sobre qué es el destino y lo que se puede cambiar de él. Y, si me lo preguntan, ya sé que nada.
Él despachaba en una gasolinera de Texaco, en la esquina de Wornall Street y Seventy-fifth Street; me miró de soslayo, mientras limpiaba el cristal delantero del Oldsmobil azul claro de mi madre. Bajé los ojos y fingí buscar algo en la cartera. Luego lo vi en Joe's, dándole vuelta a las hamburguesas y lavando los cubiertos sucios. Mientras retiraba los platos de la mesa, nos dirigió una sonrisa a mi amiga Sherry y a mí. Al sonreír, los ojos se volvieron aún más cafés, ¿Acaso era posible?
Yo estaba estudiando en la Southwestern High School. Él era un "No sé quién" . No sabía si había terminado sus estudios de bachillerato, ni siquiera sabía si había ido a la escuela. Era mayor que yo, ignoraba cuánto, quizá unos poco años en números, pero años luz en cuanto a experiencia de la vida. Zabdiel de Jesus Colón. Fue más tarde cuando aprendí su nombre completo. Al principio lo conocía como "Zabdiel", porque el nombre aparecía bordado en el bolsillo de la camisa azul de Texaco.

-¡Hola!
-Ah, hola - contesté.

Un comienzo fascinante. Embarazoso. Atrapada en el automóvil, mi madre al volante, mientras Zabdiel daba vuelta por el lado del pasajero para retirar la manguera del tanque de gasolina. Tenía algo mal en la pierna derecha; cuando pasó cerca de la ventana, me di cuenta de que cojeaba. Una cojera, una sonrisa y unos ojos cafés.

-Aquí tiene señora - ahora estaba del lado de mi madre con el recibo de la venta.
-Gracias - dijo ella.
-De nada, y regrese pronto, señora - contestó él, mientras mi madre firmaba el recibo y me miraba.

Mi madre echó a andar el motor del automóvil, y salimos de la gasolinera.

La siguiente vez que vi a Zabdiel, creo que fue en Sealy Drugstore, a cinco cuadras de mi casa. Estaba cerca de la caja registradora, con la cabeza sepultada en una revista y una parte del cabello cayéndole sobre el ojo.

-Ah, ¡Hola! - dije al darme cuenta
-¡Hola!
-¿Es todo lo que necesitas, Jenny? - preguntó el señor Sealy.
-Sí señor Sealy, gracias.
-¿Qué compraste? - preguntó Zabdiel, acercandose a mí junto al mostrador.
-Oh, un lápiz labial.
-¿Sí? Veamos.

El señor Sealy me dio la bolsa. Zabdiel sacó el contenido y lo miró.

-Pixie Pink - leyó en voz alta -. Póntelo, veamos cómo luce.
-¿Ahora?
-Claro.

El señor Sealy nos miraba desde atrás del mostrador.

-No tengo espejo.
-Está bien. Yo seré tu espejo.

Me reí. Me reí porque pensaba que iba a desintegrarme. Zabdiel me miraba como si yo fuera una estrella de cine. Me miraba como si no existiera el señor Sealy.

-Adelante - dijo Zabdiel.
Me pinté los labios mirándome en los ojos de Zabdiel, mientras el señor Sesly nos observaba con el entrecejo fruncido.

-Un poco más en el lado derecho. Ya, así está perfecto. Caramba, Jenny , en verdad que tienes una boca dulce.
-Eh...
-¿Quieres una gaseosa, o algo más?
-Sí... claro.

Me abrío la puerta como si fuera una dama y de pronto, ahí estaba de pie frente a este extraño, en la esquina de Holmes Street y Seventy-first Street.
Nos sentamos al mostrador de Friedson's Pharmacy. Yo pedí una coca-cola y el una malteada de vainilla.

-Bueno, ¿Cómo supiste que me llamo Jenny ?
-El señor Sealy lo mencionó, cuando estabas frente a la caja registradora. Es muy romántico. Te queda bien.
-¡Oh! - Exclamé, riendo y mi risa se oyó aguda y sonora, algo así como la de una hiena -. ¿Te parezco romántica?
-Bueno, desde luego te ves preciosa.

Y me miró al decirlo. Tomé un sorbo de coca-cola. Era una elección difícil, o me caía del banco o me ahogaba y la coca-cola saldría disparada por la nariz.

-Así que pensé que quizá podamos salir alguna vez.

El corazón me dio un vuelco en el pecho.

-Está bien - asentí. Ni siquiera lo pensé, sólo dije "esta bién".
Desde luego, ésa no era mi forma habitual de ser.
-¿Cómo te llamas? Es decir, además de Zabdiel.
-Zabdile de Jesus, señorita - contestó -. Recuerdo que se burlaban de mi nombre, cuando era pequeño.
-¿Por qué?
-Bueno "de Jesus" les resultaba divertido

Antes de que me diera cuenta, ya había oscurecido y llevábamos tres horas sentadosal mostrador de Friendson's. Era tarde para la cena y nadie sabía dónde estaba. En esas últimas tres horas, le conté a Zabdiel de Jesus todo lo que se podía saber acerca de mí.
Ni yo misma tenía idea de cómo pasó, pero le dije por qué no tenía ningún amigo íntimo, por qué no me adaptaba con facilidad, por qué no era como los demás. Y él sólo escuchaba. Estaba sentado en ese banco de mostrador con los ojos clavados en los míos, y mientras más eescuchaba, más le iba yo contando. Incluso le confesé mis deseos de convertirme en bailarina, y de por qué no iba a recibir ayuda de parte de mis padres, ya que ellos pensaban que todo eso era una broma.
Le conté que siempre había sido una buena chica; él me dujo que siempre había sido malon

-Creo que todo empezó desde que cursaba el primer grado.
-¿De verdad? ¿Qué pasó?
-Bueno, le dije a la maestra que tenía una verruga en la nariz y por algúna razón no le agradó el comentario, así que me mandó de vuelta a casa.

Me ahogué. La coca-cola salió de mí como si fuera un surtidor.
Este muchacho era asombroso.

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