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Estoy segura de que la fiesta estuvo preciosa, fue una noche de sábado, fría y transparente, del mes de diciembre, había muchísimas estrellas brillando en el vasto cielo nocturno y escarcha en los cristales de los automóviles; recuerdo bien el crujido del hielo mezclado con sal bajo los tacones altos, mientras subíamos por la escalera del Oakbrook Country Club, un gran fuego ardiendo en medio del vestíbulo, el sonido de las risas y la música, champaña servida en copas altas, una cena buffet, velas, una orquesta, todo lo que mi padre y la firma contable Jaffe, Shafton y Blackman podían pagar con facilidad. Pero en todo ello yo no veía más que un despliegue espectacular y pretensioso de opulencia, un desperdicio, una farsa. Yo no quería estar ahí. Hubiera sido más feliz comiendo carne con Zabdiel en Snead's BarBQ.

Yo lucía un vestido rojo ajustado hecho de encaje de Chantillí, zapatos de tacón del mismo color del vestido, y el collar de perlas de mi abuela. Llevaba el cabello suelto hacia abajo, aunque mi madre sugirió que fuera peinada en un estilo francés. La gente ya estaba haciendo una fila para que le sirvieran la cena y mi madre me había preguntado dos veces por qué miraba con tanta insistencia hacia la puerta. No le contesté. Ella no sabía que Zabdiel venía a la fiesta. No se lo comenté a nadie.

Iba ataviado con un esmoquin negro y una camisa blanca de corte impecable, corbata de seda negra, gemelos dorados y zapatos negros. Había alquilado toda la vestimenta sin decirme una sola palabra. Era la primera vez que veía a Zabdiel con algo que no fuera sus pantalones y botas vaqueras, y cuando lo vi de pie en la entrada, tuve que apoyarme en una silla. Cruzó el salón hacia mí.

- Jenny, te ves preciosa – me dijo. Mi madre apareció a mi lado, como si estuviera pegada a mí.

- Zabdiel ella es mi madre. Mamá, él es Zabdiel de Jesus.

- Estoy segura de que nos hemos visto antes en la gasolinera de Texaco – comentó ella, con los ojos centelleantes. Lo único que faltaba en ese momento era la risa malévola y uno de esos grotescos monos voladores que acompañan siempre a las brujas.

- Así es – asentí, y tomé a Zabdiel de la mano. Ella vio todo, sin perder detalle.

- ¿A qué escuela vas, Zabdiel? No a Southwest...

- No, señora Jaffe. Ya terminé con la escuela. Y me gano la vida en el gran mundo.

- Muero de hambre – comenté -. Vamos a comer.

- Yo también – dijo Zabdiel, alejándome de la bruja -. Hasta luego señora – se despidió mirando sobre el hombro.

Todo inició luego del pastel. Parece que David Greenspan tuvo el mal tino de decir algo a alguien acerca de mis senos. Lo grave fue que Zabdiel estaba lo bastante cerca como para oírlo. El puño de Zabdiel salió de no sé dónde, y la nariz de David recibió un golpe desviándose casi de por vida para situarse a la izquierda de la ceja. Quedó inconsciente y derrumbado con los brazos abiertos, sobre la mesa de dulces que mi madre había planeado con toda perfección, la espalda sobre las rebanadas individuales del pastel de chocolate de siete capas y la cabeza sangrando en la lujosa sopera de plata llena de crema batida. Nunca me enteré bien de qué era lo que dijo David Greenspan. Lo único que supe era que tenía que ver con mis senos, porque el novio de Sherry lo había oído hasta ese punto. Zabdiel no me dijo nada. Todo lo que logré sacarle fue:

-    No me gustó la forma en que te miraba, eso es todo.

Y eso fue todo también para mi madre; y ella, por supuesto, convenció a mi padre, que apoyó lo que ella dispuso. Al día siguiente, el edicto llegó con fuerza y claridad: a partir de este momento NO habría más Zabdiel.

Pero ya era muy tarde; por lo que a mí se refería, a partir de este momento solo había Zabdiel.

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-Jenny, ¡Me encanta!

Era un bello cinturón de cuero muy suave con una hebilla de plata, en la que había mandado grabar sus iniciales. Acarició la hebilla y comenzó a pasar el cinturón a través de las presillas de los pantalones.

-¡Feliz Navidad, Zabdiel!

-¡Feliz Hanukkah, Jenny! – exclamó y sacó una pequeña caja del bolsillo.

Estaba envuelta en papel azul y blanco con una cinta azul y una tarjeta con un menorá, que decía: "Para Jenny, de Zabdiel".

-¿Se ve bonita la envoltura? Compré el papel en Gregory Drug Store. Le pedí al viejo señor Sealy que me aconsejara, para no cometer ningún error.

-Oh, Zabdiel – dije, quité el papel de la torpeza, levanté la tapa y en el centro del algodón había un brazalete de oro para el tobillo, de una delicadeza exquisita; dos finas cadenas entrelazadas, se veía muy femenino y muy hermoso.

-Mira, es como nosotros – me dijo, sujetando las dos cadenas de oro en la mano -. Tu y yo – se inclinó hacia delante y me besó con gran gentileza. Luego, me puso el brazalete en el tobillo y nos entrelazamos como las cadenas de oro. Fue la primera vez que hicimos el amor.

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