¡Baila Dánae!

79 4 2
                                    

Olía a pan recién horneado, a humedad, a sol

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Olía a pan recién horneado, a humedad, a sol. Trató de poner atención, quizá, en algún lado, detrás del alboroto de los autos o el llanto de los niños que no querían ir a la escuela, podría escuchar el canto de las aves. Miró el cielo: despejado. Pequeñas lagunas sobre el asfalto eran la única evidencia de la tormenta que el día anterior había azotado la ciudad. Por eso tenía un paraguas en la mano, aunque, sinceramente, temía no volver a tener la oportunidad para usarlo. Una pena, lo había comprado porque ya no le resultaba divertido bailar bajo la lluvia.

Retrocedió un par de pasos. Dejó el bolso a un lado mientras, con delicadeza, acomodaba su falda —azul marino— antes de sentarse, no fuera que se le arrugara por descuidada. Se acomodó un poco para buscar algo en su bolso, una vez tuvo el aparato en sus manos, miró la hora: 8:11 a.m. Había llegado demasiado temprano; pero no le importaba, no en realidad, le gustaba esperar, eso le daba tiempo para pensar, observar, para perderse en la nada.

Volvió a su bolso esta vez para tomar su botella de agua. Con paciencia desenroscó la tapa, llevó la boca del recipiente hasta sus labios y bebió, como si lo que bebiera no se tratara de simple agua. Recordó que ella siempre se burlaba de eso. Jamás había conocido a nadie que disfrutara tanto el beber agua, eso le había dicho. Sonrió. El líquido se escapó de entre las comisuras de sus labios y fue a parar a su perfecta blusa blanca. Chasqueó los dientes, molesta. De su bolso extrajo un pañuelo. El pañuelo tenía bordado unas iniciales que no le pertenecían. Se quedó ida en las letras color violeta, llevó el pañuelo hasta su nariz y aspiró, queriendo encontrar el último rastro de su aroma en ese trozo de tela que ya había lavado más veces de las que podía contar. Un nombre se formó en su mente y viajó lentamente por su piel, hasta llegar a sus labios. Lo ignoró. Limpió su blusa y regresó todo a su bolso, no sin antes echarle un vistazo a la hora: 9:13 a.m.

Levantó la mirada y suspiró. Seguía oliendo a pan recién horneado, pero también al humo del escape de los autos, a moho. Un chico, de no más de dieciocho años, ondeaba las manos energéticamente de un lado a otro. Ella volvió a sonreír. ¡Lo había echado tanto de menos!

Tomó su bolso y se levantó para salir a su encuentro. Los zapatos altos que hasta hacía poco se había acostumbrado a usar no fueron impedimento alguno, y corrió —dejando muchos «clack, clack» en el camino— hasta que por fin tuvo al joven entre sus brazos.

—¡Has crecido tanto! —exclamó extasiada. En realidad, no había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que se habían encontrado, pero cuando no se tiene a nadie más para hablar de ciertas cosas el tiempo corre demasiado lento y pesado.

—¿Algún día dejarás de tratarme como a un niño? —bufó el joven. Su cabello, endiabladamente ondulado y desordenado, le ocasionó un ligero picor en las mejillas. Sus ojos, oscuros, brillaban más con la tonalidad de un adulto que la de un muchacho, pero para ella, Tomás siempre sería un niño, algo así como un hermano pequeño, porque era su hermano pequeño, y porque tenía que repetírselo hasta el cansancio para creerlo—. Apenas me llevas un par de años —discutió, sonriente.

RelatosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora