No es que Kublai Kan crea en todo lo que dice Marco Polo cuando le describe las
ciudades que ha visitado en sus embajadas, pero es cierto que el emperador de los tártaros
sigue escuchando al joven veneciano con más curiosidad y atención que a ningún otro de sus
mensajeros o exploradores. En la vida de los emperadores hay un momento que sucede al
orgullo por la amplitud desmesurada de los territorios que hemos conquistado, a la melancolía
y al alivio de saber que pronto renunciaremos a conocerlos y a comprenderlos; una sensación
como de vacío que nos acomete una noche junto con el olor de los elefantes después de la lluvia
y de la ceniza de sándalo que se enfría en los braseros; un vértigo que hace temblar los ríos y
las montañas historiados en la leonada grupa de los planisferios, enrolla uno sobre otro los
despachos que anuncian el derrumbarse de los últimos ejércitos enemigos de derrota en
derrota y resquebraja el lacre de los sellos de reyes a quienes jamás hemos oído nombrar, que
imploran la protección de nuestras huestes triunfantes a cambio de tributos anuales en
metales preciosos, cueros curtidos y caparazones de tortuga; es el momento desesperado en que
se descubre que ese imperio que nos había parecido la suma de todas las maravillas es una
destrucción sin fin ni forma, que su corrupción está demasiado gangrenada para que nuestro
cetro pueda ponerle remedio, que el triunfo sobre los soberanos enemigos nos ha hecho
herederos de su larga ruina. Sólo en los informes de Marco Polo, Kublai Kan conseguía
discernir, a través de las murallas y las torres destinadas a desmoronarse, la filigrana de un
diseño tan sutil que escapaba a la mordedura de las termitas.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 1
Partiendo de allá y caminando tres jornadas hacia levante, el hombre se
encuentra en Diomira, ciudad con sesenta cúpulas de plata, estatuas en bronce de
todos los dioses, calles pavimentadas de estaño, un teatro de cristal, un gallo de oro,
que canta todas las mañanas sobre una torre. Todas estas bellezas el viajero ya las
conoce por haberlas visto también en otras ciudades. Pero es propio de ésta que
quien llega una noche de septiembre, cuando Los días se acortan y las lámparas
multicolores se encienden todas juntas sobre las puertas de las freiduras, y desde una
terraza una voz de mujer grita: ¡uh!, se pone a envidiar a los que ahora creen haber
vivido ya una noche igual a ésta y haber sido aquella vez felices.
LAS CIUDADES Y LA MEMORIA. 2
Al hombre que cabalga largamente por tierras selváticas le acomete el deseo
de una ciudad. Finalmente llega a Isadora, ciudad donde los palacios tienen escaleras
de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde se fabrican según las reglas del
arte catalejos y violines, donde cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres
encuentra siempre una tercera, donde las riñas de gallos degeneran en peleas
sangrientas entre los apostadores. Pensaba en todas estas cosas cuando deseaba una
ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños; con una diferencia. La ciudad
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