I. DAMIÁN

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Pasadas ya las diez, decidió que había esperado demasiado. Las luces de la desolada calle que se filtraban a través del cristal opacado por las diferencias de temperatura, entre afuera y adentro, reflejaban una energía tan somnífera únicamente comparable con el interior de aquel desdichado café donde se encontraba esperando desde las seis y treinta. La noche había caído en su totalidad y con ella debieron caer también las ganas de Damián, quien, siendo lo suficientemente idiota, decidió aguardar por la triunfal llegada de la que había prometido estar allí sin falta a las siete menos diez.

Sin embargo, esperar siquiera un desgraciado minuto más para verlo morir junto a los tantos otros que en el olvido quedaron, sería una completa estupidez. Era hora ya de dejar de buscar excusas para facilitarle al corazón la admisión de una derrota --de un plantón, para que quede más claro.

Como le hubiera gustado verla entrar, quizás un poco despeinada y hablando rápido para tratar de explicar una buena e inusual situación que hubiese causado tal retraso, lo que a fin de cuentas borraría todo el mal rato y haría valer la espera; solo anhelaba verla llegar. Pero como ya lo había decidido después de hacérselo entender a fuerza de soledad a su cansado espíritu, el muchacho se puso de pie, hurgó en sus bolsillos por un par de monedas y dejó sobre la mesa el pago por los tres cafés que había pedido para tratar de mitigar la vergüenza cada vez que el camarero se le acercaba a preguntar si iba o no a querer algo, arguyendo que había otros clientes esperando lugar. Hubiese resultado acertado reírse de tal afirmación, puesto que en ese pequeño establecimiento no había un alma más que Damián y el mencionado camarero.

Lanzó, sin proponérselo, una última mirada a la calle a través del cristal empañado, se dio la vuelta y ni siquiera quiso mostrar la cara cuando haló la puerta de vidrio y salió. Como lo había imaginado desde lo calentito del puesto en el cual estaba, afuera hacía bastante frío. Aún a finales de febrero continuaban las bajas temperaturas; la gélida brisa azotaba incluso los recipientes de basura y las cajas amontonada en los rincones, tiradas al olvido y a merced del tiempo inclemente de la temporada. Metió las manos en los bolsillos de su chaqueta para tratar de protegerse del frío y echó a andar por la calle bajo las luces mortecinas que aspiraban a la inactividad.

En la esquina Damián estuvo a punto de tomar la izquierda por donde debió haber venido Lara, pero tratando de apresurar la llegada a casa (y evitar un supuesto encuentro casual), se desvió a la derecha y dobló en un callejón. Igual que había ocurrido durante todo ese día, sintió la misma presencia escabulléndose entre las sombras para evitar los charcos de luz que dibujaban y desdibujaban amarillentos óvalos en el pavimento. Miró por encima del hombro, creyendo ver una especie de cortina cortando el aire por un breve instante, y se detuvo sin pensarlo. No sintió miedo parado allí, en un lugar desierto a disposición de cualquier cosa. Estaba demasiado concentrado en ella para preocuparse; pero si le molestó la absurda idea de que lo estuviesen siguiendo. Miró detenidamente, no vio a nadie y apuró el paso.

Sin nada digno de contar, el muchacho alcanzó la calle principal que conducía hasta el parque que le servía a muchos de atajo entre el paseo Marvéz y Prado 7. Pasó las verjas del parque en penumbras, dos altas pilastras solitarias, y dobló a la derecha por el sendero de adoquines dejando resonar sus pisadas entre el montón de árboles que impedían que la luz de la luna tocase el suelo.

Distrayendo la mente de la apariencia siniestra que ofrecía el parque a esas horas de la noche (en algún lugar había una gruta milenaria, según había oído en el colegio), Damián recordó el instante en el que Lara se acercó para entregarle la nota que lo llevó esa tarde a perder cuatro horas en un café. Nadie pudo haber previsto que ella no iría; casi reflejaba tantas ganas y nerviosismo como él. Ocurrió ese mismo día en la mañana, en el intersticio de tiempo que dejaba la clase de Química y el inicio de Biología, clase que compartían. Mientras esperaban en el pasillo, ella se escabulló como pudo de su corro de amigas, se acercó, le tendió una hoja de papel doblada y le susurró que estaría allí sin falta. Luego se marchó, y Damián, entre sorprendido e intrigado, abrió la nota cuyo contenido podría inferir cualquiera.

Los Cuatro Reinos: Príncipe De PiedraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora