V. LA LADRONA DE PRADO

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Ninguno sabía por cuanto había dormido durante la noche anterior, pero el cansancio en los pies y el hambre ya empezaban a causar estragos cuando el sol apenas salía. No obstante, en esos momentos, ninguno de los dos deseaba otra cosa que salir del Bosque Negro y el cansar quedaba en segundo plano mientras no tuviese la certeza de la seguridad. Como no habían dormido, el mal humor parecía ganar terreno a cada instante; mas,afortunadamente, ninguno quiso poner en claro sus molestias.

Con el pasar de los días la montaña empezaba a perder altura. Los árboles parecían ir cambiando a medida que el sol remontaba sobre las montañas aledañas, y para cuando podía decidirse que ya habían bajado todo cuanto podían, varias cosas se hicieron inminentes: los árboles eran pinos, el clima era tibio y ni Sebastián ni Damián podían dar siquiera un paso más.

-Necesitamos descansar ahora -determinó Damián, con su voz lenta, baja y clara.

Sebastián se sorprendió un poco, deteniendo la débil marcha de sus pies y girando por encima del hombro mostró una extraña expresión de desconcierto y cansancio.

Durante los días de la travesía había sido Damián quien daba las órdenes y quien disponía lo que debía o no hacerse, pero sí había notado que cada vez que Damián hacía una petición u opinaba sobre alguna de sus decisiones, demostraba en sus objeciones o consejos razones muy poderosas.

El muchacho ni siquiera contestó, se dio media vuelta y sin muchos miramientos se tiró sobre la hojarasca, donde se quedó dormido casi instantáneamente. Damián se quitó el bulto que llevaba encima, lo dejó rodar por su brazo y se acomodó para descansar por fin.

Las energías habían regresado para cuando el atardecer ya declaraba su dominio sobre el cielo; aunque aún calentaba el sol.

Damián despertó, medio embobado, medio aliviado, y después de parpadear varias veces hasta que sus ojos se acostumbraron a la cálida luz del bosque, no encontró a su compañero. El muchacho se levantó de un brinco, uno parecido a los que daba Sebastián en situaciones de peligro, y al mirar en derredor captó varias cosas que antes de dormir no había visto.

La primera de ellas era que el Bosque Negro había cambiado, ya no era tan denso, y Damián estaba en uno de sus bordes. Un poco más allá, una pequeña laguna clara se extendía al pie de los árboles, rodeada por un par de altos pinos. La segunda cosa que notó fue que el bosque moría allí, debido a que después se abría plenamente una pradera extensa, basta y hermosa, aunque la rodeaban sendas montañas formando un amplio valle. Lo tercero, y quizás más importante, era que había una especie de pueblo en medio de esa pradera.

Lo que no le permitía asegurar si era o no un pueblo, venía a ser el detalle de que estaba, al menos desde esta perspectiva diagonal, rodeado por una barda de piedras. Era un muro con almenas, como las de los castillos, y con varias troneras verticales como ventanas. Parecía una especie de monasterio.

Era muy bonito, eso sí. El muro almenado, tal vez de unos cuatro metros de alto, tenía en un punto un gran arco, que servía de entrada al pueblo y delimitaba el trayecto de un río que parecía nadar desde la montaña opuesta a la posición de Damián. Por supuesto, un bello puente permitía cruzar y llegar hasta el portal en el muro. Había, además, un montón de arces rodeando el pueblo, formando lo que parecía un bonito parque.

Damián, apartándose un poco de la visión de la pradera, miró el punto donde se había tendido Sebastián y encontró su espada. Parecía haber sido dejada por el mismo Sebastián reposando contra el tronco de pino más cercano. Estaba aún envainada y unida al cinturón, por lo que Damián creyó que Sebastián la había dejado allí en señal de que volvería, y lo más lógico era pensar que había ido al pueblo.

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⏰ Última actualización: Jul 05, 2016 ⏰

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