⭐Reflexión⭐

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Una vez que las manecillas del reloj casi marcan el cambio de día y me restriegan lo longevo de la noche tras horas y horas frente a la pantalla de mi laptop, llega el momento en que no resisto más tanto castigo rutinario a mi ser y decido por fin brindar un poco de misericordia, tanto a mi cuerpo como a mi mente recostándome en mi cama y refugiándome en la sábana.

Justo a partir de ese instante en que me encuentro mejilla a mejilla con mi psicóloga de cabecera, mi almohada, la cual se encuentra vestida de un tibio, cálido y suave tejido de franela obsequiado por la mamá de mi novia, a quien aprecio muchísimo (sobre todo en esas noches de invierno que convierten a casi todo elemento hogareño en un cruel soldado de hielo), comienza un enfrentamiento con mis propios pensamientos e ideas.

En una de esas batallas recuerdo muy bien haber recapitulado todos los pendientes acumulados por la desidia y la pereza dignas de un universitario: rellenar los cartuchos de la impresora, devolver los libros que tomé prestados de la biblioteca para recolectar información que dé sustento a mi tesis, comprar más hojas de máquina, ir al supermercado para abastecer la alacena de café, leche, refresco de cola o cualquier producto capaz de mantenerme despierto por unos cuantos minutos extra, imprimir el reporte de lectura de la siguiente semana, etcétera.

Abatido y consumido por la presión y el estrés, mi almohada me obliga a cuestionarme: "tanto trabajo en verdad ¿Vale la pena?". Mi respuesta inmediata fue "sí, ya casi acabo la carrera, es tan sólo el último tramo, ahora mismo no puedo dejarme vencer por lo grande y peligroso que se ve el pico de la montaña del éxito". Después de unos segundos la almohada me responde con algo de sarcasmo "provoca más felicidad la mentira de un político en campaña que tus palabras". Entonces la duda apareció y el tormento comenzó, ¿Soy feliz?

Una vez que dejé atrás la pubertad, mi concepto de felicidad solía verse resumido en hacer todo aquello que la sociedad reconoce como el propósito de vivir, tú sabes: estudiar, conseguir un empleo, casarse con el amor de tu vida, tener hijos, envejecer y al final recibir la visita de aquella mujer que gusta vestir de negro. Ya sabes, eso es a lo que algunos llaman tener una vida feliz.

Sin embargo, cuanto más vivo y me enfrento poco a poco con la realidad, me doy cuenta de que algunas cosas que hacía y hago no me proporcionan esa felicidad de la que tanto me habla la sociedad. Peor aún, me logro dar cuenta del ridículamente gran esfuerzo, empeño, esmero y dedicación que pongo en ellas, incluso me hacen sentir mal pues me paso más tiempo tecleando y llenando paginas de algún documento en word que con mi propia familia.

He tomado tanto café y refresco negro que necesito probarlos para distinguir el sabor de ambos, mi dieta está más fragmentada que las piezas de uno de esos rompecabezas gigantes que aparecen en los departamentos de millonarios en alguna película gringa, el husky de mi vecino duerme más que yo, en ocasiones extremas la primera alarma que escucho es la de mi madre que se levanta para ir a trabajar, la última fiesta a la que fui se celebró el ultimo día de diciembre.

Si no fuera por el amor y la gran comunicación que hay entre mi novia y yo probablemente estaría soltero. Para rematar, vas a dedicar muchos episodios de tu vida a un trabajo cuya preparación estudiantil acreedora a un título te hace casi tan miserable como un judío en los tiempos más oscuros de la Segunda Guerra Mundial. En verdad Alex, todo eso ¿vale la pena?

Mientras cambiaba de posición mi cuerpo dejando en primer plano el techo de mi cuarto, la almohada hizo dúo con mi conciencia y casi al mismo tiempo dijeron: "es imposible lograr la felicidad así". Fue entonces que me pregunté: ¿Cuando llegues a tu meta, aun te quedarán ganas siquiera de ser feliz? No lo sé, de hecho ni siquiera sé si voy a lograr titularme, ahora que lo pienso, ¿y si mañana no abro los ojos y me quedo dormido para siempre? No puedo permitir que tanto trabajo sea en vano, estos casi cuatro años tienen que servir de algo, esta decisiva etapa de mi vida no puede estar terminando así.

A unos minutos de completar la media hora acostado, recordé que las semanas previas a elegir que estudiaría, mi padre me aconsejó: "Estudia lo que quieras, pero que sea algo que te guste". Esas palabras fueron la clave para responder la pregunta que había perturbado mi sueño durante la noche.

Mi meta no es ser feliz como me decía la sociedad, mi meta ahora es tan sólo el desenlace que adornará toda una historia. ¡No puedo alcanzar la felicidad simplemente porque ya la tengo! Cuando salgo con mi novia soy feliz, cuando escucho mi música preferida mientras hago mis tareas pendientes soy feliz, al reír con mis amistades en la universidad soy feliz, aprendiendo de cada experiencia vivida haciendo mi trabajo social soy feliz, el visualizar un futuro brillante donde pueda tener todo lo que quiera me hace feliz.

Fue después de recordar esos pequeños momentos que me llenan de felicidad cuando descubrí que todo este tiempo la felicidad había estado a mi lado, solo que me encontraba tan preocupado y obsesionado mirando al frente tratando de alcanzar una meta vacía y pedante la cual solo llenaría un falso orgullo, que nunca se me ocurrió voltear a mis costados.

¿Vale la pena? La respuesta sigue siendo sí, claro que vale la pena, siempre y cuando cada momento que pase haciendo lo que más me gusta me permita ser feliz. Si bien soy consciente del gran sacrificio que hago día a día y que hay momentos donde me dan ganas de estrellar mi cabeza contra el teclado de la computadora o días en los que pienso que jamás me debí levantar de la cama, también sé que nunca volveré a "extrañar" y "perder" esa felicidad que tanto busqué.

Todo lo que yo hago de una u otra manera me debe hacer feliz pues lo hago con la satisfacción de sentirme completo y desarrollado con la esperanza de un mañana lleno de alegrías y placeres, repleto de gracia y confort. Ya de lo contrario amiga o amigo, no tengo motivo para martirizar mi existencia creyéndome obligado a caminar sobre una alfombra en llamas llamada vida. Hermana y hermano, vive cada momento siempre tomando en cuenta la felicidad no como un medio, sino como un fin.

"Por fin te has dado cuenta" susurró mi almohada bajando mis parpados y permitiéndome dormir.

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