Nyan temblaba. Podía escuchar el latido de su corazón y cómo se aceleraban sus palpitaciones. "No pasa nada", se dijo a sí mismo intentando apaciguarse.
Se arrodilló junto al ataúd, abrió la tapa y la apartó a un lado. Allí estaba, su hermano Pablo, tan muerto como la última vez que lo había visto en la funeraria; sólo que más flaco, y cadavérico. Los ojos hundidos en sus cuencas. Las manos . El olor a putrefacción, insoportable; aunque a Nyan no le importaba.
Recordó a lo que había ido allí, y quitó la cruz de plata de entre las manos de Pablo.
Todavía arrodillado, miró fijamente la cruz, y miró nuevamente al cadáver. Era muy distinto de cómo lo recordaba en vida. La barba estaba crecida, al igual que el pelo y las uñas. El color de la piel no era el de una persona viva.
Mientras lo observaba, los ojos de su hermano se abrieron inmensamente, devolviéndole la mirada.
-¡Gracias! -le dijo la voz que, ahora, nacía de detrás de la pared de tierra de aquella fosa recién excavada, y no de la garganta de Pablo.
Antes de terminar de decirlo, el muerto se irguió a medias y abrazó a Nyan con todas sus fuerzas para no soltarlo; atrayéndolo contra sí, buscando acostarlo contra él. El corazón le palpitaba a Nyan como nunca; intentó zafarse pero no pudo. Se ahogaba contra el pecho de su hermano. La vida escapaba de su cuerpo sin poder evitarlo. Un pensamiento horrible cruzó por su cabeza: "¡Voy a morir!", deseaba gritarle a alguien; pero su boca estaba apretada contra la camisa raída. Alcanzó a ver como los gusanos escapaban por un hueco en el cuello de aquellos restos humanos. La idea le pareció espantosa. Las palpitaciones se aceleraron y devino un infarto, ¿o fue porque ya no podía respirar? Como sea. Muerto, él también.
Un temblor, surgido del mismo infierno, sacudió la comarca entera. La tierra recién cavada cayó sobre la tumba hasta sellarla por completo. Ambos, Eugenio y Pablo, tragados hacia las profundidades de lo eterno, de la muerte sin retorno. Despuntó el alba y hubo paz en el cementerio.