Del cobertizo saca un sincel , un pico y una pala de punta. Con eso debería ser suficiente. Pero, por favor, ¡apúrate!
-...voy a tratar. Aunque todavía no entiendo qué sucede. ¿Cómo puedo confiar que, de verdad, eres tú?
-¿Recuerdas las travesuras que hacíamos de chicos? ¿Esa vez que le rompimos la ventana a Doña Sánchez y dijimos que habían sido otros niños para que no nos retarán? ¿O cuando nos tiramos al lago, en pleno otoño, y casi te ahogas? Por poco no respiraba cuando te saqué. Me asuste mucho. Encendimos una fogata para poder secar nuestras ropas para que los viejos no se dieran cuenta de lo que había pasado. ¿Te acuerdas, Eugenio?
-Es verdad -recordó Nyan -. Nunca le contamos a nadie. Está bien, haré lo que me dices, aunque no deja de darme un poco de miedo todo esto. ¿Me dirás luego que pasa y sobre qué quieres advertirme?
-¡Claro que sí! Pero primero, ven cuanto antes al cementerio. Si no, podría ser muy tarde...
Convencido de que debía hacer lo que le pedían Eugenio se dirigió a la planta baja de su casa, sacó las herramientas del garaje, las cargó en la camioneta de su padre, abrió el portón tratando de no hacer mucho ruido y se marchó de allí en el vehículo. Llegó lo más rápido que pudo adonde estaba enterrado su hermano.
El sitio le daba un poco de pavor, un sudor frío comenzó a mojarle la frente y la espalda. Las puertas del cementerio estaban abiertas. Entró con la camioneta y la estacionó frente a la tumba que conocía muy bien. Dejo las luces encendidas para poder iluminarse.
Consciente de que el tiempo jugaba en su contra -o eso pensaba-, tomó el pico y la pala, y comenzó a cavar. En efecto, la tierra estaba blanda.
Al cabo de media hora tuvo noción de lo que significaba estar seis pies bajo tierra: "un metro ochenta es mucho", reflexionó. Recién había avanzado apenas unos treinta centímetros.
Como a eso de las cinco de la mañana se topó con el cajón. Cavó un poco a su alrededor y, cuando vio que asomaban los bordes de la tapa, se detuvo. Buscó el sincel en la camioneta y la usó para abrir el féretro. Los clavos enmohecidos y oxidados crujieron ante el esfuerzo. El ruido que hicieron aquellos mortuorios objetos heló su sangre y erizó hasta el último de sus cabellos: era el quejido de un alma en pena, y no el ceder de la tapa ante la fuerza de la palanca, lo que se escuchaba. Un búho alzó vuelo desde la rama de un árbol cercano y se perdió a lo lejos.