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El olor del rocío que se resbala por los anómalos ángulos de las plantas, se me engarza en las cárcavas nasales. Huele a acre; la fetidez constante me desencaja el olfato, por lo que debo abstenerme a permitir que las náuseas me dominen. Nuestra comunidad son totales prados, todos de ellos verdes y ambarinos por el exceso de humedad o sequía. Los restos de madera tostados, los frutos y las hojas forman parte de mi vida, así como para las personas de las comunidades urbanas, lo serán los edificios altos, el humo y una vida estresante; pero aquí, todo es sosiego y silencio. Hay granjas, pastizales cercados por vallas metalicas, así como invernaderos de cristal que regulan la temple de las hortalizas.
El sitio donde coexisto es uno de los tantos satélites rurales de la ciudad de Kentucky en donde poseemos, claramente, todo lo que nos es fundamental para vivir. Una pequeña clínica básica, regida por el médico Jonh Luen; escuelas hasta el nivel preparatoria, en ciertamente, distintos planteles de la urbe; un supermercado, y en general, todo ese rollo de lo importante. A veces ayudo a mi madre con las compras o a mi hermano con su tarea colegial, todo el tiempo lo dedico a ellos, no a mi. Mi padre practicaba frecuentemete el altruismo, y yo heredé su talento para socorrer.
Gozo del aire fresco matinal, del tenue y suave sonido del río, así como la presencia de los cerrazones en el cielo. Me gusta la lluvia.
Es en ese momento cuando ocurre algo un tanto discordante, algo que quiebra y fragmenta ese instante pasivo: unos metros más adelante, fronterizo a un molino, un hombre retuerze y ondula, repugnantemente, la cadera con diversos menoscabos y perjuicios, haciéndose daño a si mismo, hasta llegar al extremo de soltar un gemido gutural y brotar sangre por los labios. Su piel no tiene un aspecto sano: es verdosa y rojiza, como si estuviera por debajo de una envoltura de tierra y sangre. Tiene los cabellos sesgados en distintas direcciones. Da asco.
-¿Qué es eso? -sonsaca mi madre, indignada.
-Un granjero narcotizado, puede ser, ¿no? -sugiere Owen.
Jamás creí que Owen tendría la edad suficiente como para hacer cháchara de las consecuencias de las drogas. Tiene 6 años... ¿su escuela le ha inculcado eso? No es un argumento que deba salir de un infante como él.
-No creo que quieran toparse con un tipo como él -intervengo-. Madre, hay que desviarnos y tomar la travesía a borde del río.
Mi madre, lentamente, empina la testa, asintiendo.
-Bueno; vámonos -ratifica ella.
Justo cuando nos volvemos al caudal, el hombre corre y se adosa a nosotros. Toma a Owen del gollete y frenéticamente, lo muerde por la cerviz.
Pasan un par de segundos para que mi madre y yo reaccionemos.
-¡Owen! -vocifera mi madre con gran estrépito, histérica.
Cierro los puños y prenso los molares, golpeo al hombre con el codo en la mandíbula, se le ponen los ojos en blanco y cae al suelo; desvanecido.
Me percato de las escamas que abrazan su rostro, de lo pálido y macilento que está y en sus iris de reptil. No parece humano; frunzo el entrecejo.
{Owen}, especulo. Me vuelvo rápidamente y lo encuentro de pie, pero... ¿como es posible, si le sangra todo el cuello, y le falta un segmento de carne? Está ido; congelado.
Sus ojos se han amarillentado y su tono parece oxidado; como un metal fermentándose. No lo sé, pero siento que se ha convertido y fucionado en el hombre, como un vínculo. Su color, sus ojos... Todo se asemeja al cuerpo que componía al señor, a su atacante.
Las lágrimas saben a sal; me abruman las retinas y me calientan los mofletes.
Sollozo; este no es Owen.
No es mi hermano.

El Departamento X.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora