Órganos del lenguaje

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El hombre, que había aprendido a comer todo lo comestible, aprendió también, de la misma manera, a vivir en cualquier clima. Se extendió por toda la superficie habitable de la Tierra siendo el único animal capaz de hacerlo por propia iniciativa. Los demás animales que se han adaptado a todos los climas -los animales domésticos y los insectos parásitos- no lo lograron por sí solos, sino únicamente siguiendo al hombre. Y el paso del clima uniformemente cálido de la patria original, a zonas más frías donde el año se dividía en verano e invierno, creó nuevas necesidades, al obligar al hombre a buscar habitación y a cubrir su cuerpo para protegerse del frío y de la humedad. Así surgieron nuevas esferas de trabajo y, con ellas, nuevas actividades que fueron apartando más y más al hombre de los animales.

Gracias a la cooperación de la mano, de los órganos del lenguaje y del cerebro, no sólo en cada individuo, sino también en la sociedad, los hombres fueron aprendiendo a ejecutar operaciones cada vez más complicadas, a plantearse y a alcanzar objetivos cada vez más elevados. El trabajo mismo se diversificaba y perfeccionaba de generación en generación extendiéndose cada vez a nuevas actividades. A la caza y a la ganadería vino a sumarse la agricultura, y más tarde el hilado y el tejido, el trabajo de los metales, la alfarería y la navegación. Al lado del comercio y de los oficios aparecieron, finalmente, las artes y las ciencias; de las tribus salieron las naciones y los Estados. Se desarrollaron el Derecho y la Política, y con ellos el reflejo fantástico de las cosas humanas en la mente del hombre: la religión. Frente a todas estas creaciones, que se manifestaban en primer término como productos del cerebro y parecían dominar las sociedades humanas, las producciones más modestas, fruto del trabajo de la mano, quedaron relegadas a segundo plano, tanto más cuanto que en una fase muy temprana del desarrollo de la sociedad (por ejemplo, ya en la familia primitiva), la cabeza que planeaba el trabajo era ya capaz de obligar a manos ajenas a realizar el trabajo proyectado por ella. El rápido progreso de la civilización fue atribuido exclusivamente a la cabeza, al desarrollo y a la actividad del cerebro. Los hombres se acostumbraron a explicar sus actos por sus pensamientos, en lugar de buscar ésta explicación en sus necesidades (reflejadas, naturalmente, en la cabeza del hombre, que así cobra conciencia de ellas). Así fue cómo, con el transcurso del tiempo, surgió esa concepción idealista del mundo que ha dominado el cerebro de los hombres, sobre todo desde la desaparición del mundo antiguo, y que todavía lo sigue dominando hasta el punto de que incluso los naturalistas de la escuela darviniana más allegados al materialismo son aún incapaces de formarse una idea clara acerca del origen del hombre, pues esa misma influencia idealista les impide ver el papel desempeñado aquí por el trabajo. Los animales, como ya hemos indicado de pasada, también modifican con su actividad la naturaleza exterior, aunque no en el mismo grado que el hombre; y estas modificaciones provocadas por ellos en el medio ambiente repercuten, como hemos visto, en sus originadores, modificándolos a su vez. En la naturaleza nada ocurre en forma aislada. Cada fenómeno afecta a otro y es, a su vez, influenciado por éste; y es generalmente el olvido de este movimiento y de ésta interacción universal lo que impide a nuestros naturalistas percibir con claridad las cosas más simples. Ya hemos visto cómo las cabras han impedido la repoblación de los bosques en Grecia; en Santa Elena, las cabras y los cerdos desembarcados por los primeros navegantes llegados a la isla exterminaron casi por completo la vegetación allí existente, con lo que prepararon el suelo para que pudieran multiplicarse las plantas llevadas más tarde por otros navegantes y colonizadores. Pero la influencia duradera de los animales sobre la naturaleza que los rodea es completamente involuntaria y constituye, por lo que a los animales se refiere, un hecho accidental. Pero cuanto más se alejan los hombres de los animales, más adquiere su influencia sobre la naturaleza el carácter de una acción intencional y planeada, cuyo fin es lograr objetivos proyectados de antemano. Los animales destrozan la vegetación del lugar sin darse cuenta de lo que hacen. Los hombres, en cambio, cuando destruyen la vegetación lo hacen con el fin de utilizar la superficie que queda libre para sembrar cereales, plantar árboles o cultivar la vid, conscientes de que la cosecha que obtengan superará varias veces lo sembrado por ellos. El hombre traslada de un país a otro plantas útiles y animales domésticos modificando así la flora y la fauna de continentes enteros. Más aún; las plantas y los animales, cultivadas aquéllas y criados éstos en condiciones artificiales, sufren tales modificaciones bajo la influencia de la mano del hombre que se vuelven irreconocibles. Hasta hoy día no han sido hallados aún los antepasados silvestres de nuestros cultivos cerealistas. Aún no ha sido resuelta la cuestión de saber cuál es el animal que ha dado origen a nuestros perros actuales, tan distintos unos de otros, o a las actuales razas de caballos, también tan numerosas.

El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre Donde viven las historias. Descúbrelo ahora