Ab aeterno

47 7 6
                                    

Era una fría noche de invierno, el aire corría de un lado a otro, con mucha fuerza y pronto fue acompañado de lluvia. Debido al mal clima, las calles de la pequeña ciudad se encontraban desiertas, ni siquiera había niños pisando charcos o mojándose. Sólo había un silencio interrumpido por el tronido de los relámpagos. Tomó la capucha de su chamarra, se la echó en la cabeza antes de empezar su marcha. Unos pasos más adelante, se encontró con un gato negro que corrió de un lado a otro de la calle, a esconderse bajo un automóvil. Sonrió al ver la escena.

Unos metros adelante, pisó un charco enlodado por error, no lo vio. Renegó, maldijo entre dientes. Se alejó a sacudirse el pantalón de mezclilla negro con las manos, embarrándose más. Sacudió las manos en el aire.

—Carajo. Ya decía yo que hoy era un buen día para quedarse a dormir.

Su nombre era David. Ese día, como la mayoría, vestía una camisa gris de manga larga desfajada desabrochada de los tres  primeros botones y tenis que le combinaran. Él era profesor de educación física, salir a las dos de la mañana con el clima lluvioso no fue opcional. Ese día en la mañana tenía una cita con sus alumnos universitarios para la final de un campeonato de soccer. Sin embargo, debía tomar un viaje de tres horas en tren. Debía admitir que, a pesar de no ser aquella la primera vez donde encabezaba la final de un torneo deportivo, se sentía un poco nervioso, es decir, ¿valdría la pena el esfuerzo invertido, las reprimendas, entrenamientos y corajes? Aunque, la preocupación no era sólo cuestión de orgullo institucional o personal. Sus cavilaciones iban mucho más allá, tal vez, una cuestión existencial. «¿Vale la pena que siga haciendo esto?», se preguntaba una y otra vez, sin obtener una respuesta que le agradara. Es decir, ¿qué lograría después? Nada, volver a su patética vida, una que consideraba hundida en las penumbras, amargos recuerdos y crecientes culpabilidades.

La verdad era que David perdía, día con día, la motivación y ganas de continuar.

Caminó a través de las calles oscuras de la ciudad. Además, con la lluvia falló el  alumbrado público, así que le era un poco difícil distinguir los anuncios como sus propias referencias para llegar a la estación local del tren, por otro lado, tenía un par de meses postergando cambiar sus gafas, sólo por desidia. Había cosas que se le complicaba distinguir a larga distancia.

La  salida del tren que tomaría era a las tres de la mañana, así que se  apresuró a llegar, hasta que finalmente, estuvo en su objetivo. Observó  su reloj, faltaban todavía cinco minutos para la hora de salida,  agradeció haber empezado a correr hacía cinco cuadras, así podría  comprar unos bocadillos de las máquinas expendedoras, ya que a penas  había salido vestido y despierto de su pequeño departamento. Entonces  caminó un poco cansado hacía una máquina que vendía galletas, además de  refrescos. Sacó su cartera del bolsillo trasero del pantalón, cogió un  par de monedas, las echó a la máquina y oprimió los botones para una  soda de cola como unas galletas de bombón. En ese momento, se escuchó un  ruido, el profesor volteó a ver hacia los lados, también a los túneles  de donde llegaban los trenes, pero no había nada ni nadie sospecho. El  corredor estaba vacío, alumbrado por las lámparas viejas del lugar,  simplemente a través del andén entraba mucho aire y un poco de lluvia,  la cual empezaba a caer con mayor fuerza.

—Bah, debe ser el aire —, pensó sin darle mucha importancia al asunto.

Ya  habían pasado los cinco minutos. El reloj central del andén marcaba  exactamente las tres en punto de la mañana; relampagueó fuertemente, se  oía la lluvia caer tan fuerte como granizo, el aire azotaba las puertas y  basura del lugar, se fue la luz por varios segundos, regresando muy  deslumbrante como alumbrado nuevo, trayendo con esto el dichoso tren a  través del túnel oscuro, deteniéndose en su respectiva parada.

Ab aeternoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora