Capítulo siete: Siempre se ha tratado de ti.

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Ya ha pasado más de un mes y me gustaría poder decir que todo está mejor ahora, que he conseguido dejar de lado aquello que me hace daño y me he rodeado sólo de aquello que me hace bien; que soy feliz y que mi vida está tomando la dirección correcta; que adoro pasar tiempo en mi habitación, en casa de mi padre, y que me encanta estar rodeada de mi nueva y usual compañía; que el tratamiento está yendo bien; que no me importa consumir tres tipos diferentes de pastillas al día; que adoro tener que escribir todo aquello que considero importante y también lo que no, para no quedar como una psicótica cuando no soy capaz de recordar nada; que me encanta compartir mis pensamientos y recuerdos más profundos con todo aquel que le echa un vistazo a mis diarios. De verdad, me encantaría, pero no es así y si dijera lo contrario sólo me estaría mintiendo a mí misma, ya que a los demás, ya hace tiempo que conseguí acostumbrarles a mis mentiras. Fe ciega, así es como lo llaman, ya que has de estar muy ciego para creerte las mentiras de alguien a quien no conoces en realidad. Y es que, sólo párate a pensarlo un segundo, ¿a quién conoces en realidad? No se te ocurra nombrar a tus amigos, a tus familiares o a tu pareja, simplemente no contestes, ya que toda respuesta que se te ocurra será falsa.
Nunca, nadie, jamás consigue conocer a alguien en realidad. Todos tenemos un yo interior, aquel que se ocupa que decirnos cosas como: "Hey, te estás pasando. Cállate" o "Ni se te ocurra decir eso en voz alta". Llámalo conciencia, llámalo Pepito Grillo si lo prefieres, o llámalo como quieras. Yo siempre lo definiré como la cara oculta de las personas. No importa si eres considerado como una persona normal para la sociedad o si eres dictaminado como un esquizofrénico paranoide por un psicólogo de alto prestigio, lo tienes de igual forma. Tienes a tu Pepito Grillo allí arriba diciéndote que tienes que hacer en todo momento. No importa lo que hagas, no importa cuantas veces le ignores, no se va a ir. Es como un pequeño parásito que vive dentro de ti. Que te usa y te manipula a su antojo, que te ciega y paraliza hasta que consigue que hagas aquello que él desea.
Es asqueroso saber que en el fondo eres como una máquina más. Un robot con alma que es dirigido desde su punto más alto, donde allí todo se ve, donde allí todo se controla. Desde tus pensamientos hasta los movimientos de tus extremidades, pasando por tu forma de hablar y tu estado de ánimo, para tocar tu fondo y almacenar todos tus recuerdos. Mi robot debía estar roto. Debía poseer algún tipo de fallo que era casi imperceptible para el ojo humano. Quizá era que mis cables estaban pelados y hacían corto, o quizá alguno de mis fusibles estaba empezando a fallar, amenazándome con pequeños apagones hasta que se rindiera del todo y me dejara completamente a oscuras.
— Helena.
La voz de mi padre se coló por mis oídos pero estaba tan concentrada en lo que escribía que decidí ignorarle ya que mi imaginación estaba recorriendo sitios nuevos mientras mi mano lo dejaba todo registrado sobre una de las hojas de mi diario. Estaba divagando y me gustaba hacerlo. Me gustaba porque al Dr. Peters le encantaba leer con gesto de desaprobación todo ese tipo de cosas y a mí me encantaba deleitarme con sus expresiones mientras jugueteaba con una de sus pastillas mágicas bajo mi lengua, moviéndola de lado a lado mientras ésta se deshacía para entregarme esa paz que tanto necesitaba.
— Helena, cariño. Hemos llegado.— Me informó.
Alcé la vista del pequeño cuaderno y contemplé la fachada de aquella casa blanca a la que tiempo atrás había calificado como mía. Un escalofrío me recorrió desde la parte más alta a la más baja de mi espalda. Suspiré y tragué saliva mientras me recolocaba sobre el sillón de la parte trasera del coche de mi padre. Me mantuve en calma mirando a través de la ventana, examinando aquel lugar que albergaba tantos recuerdos míos y de mis seres queridos.
El sonido de la puerta delantera del coche me exaltó y atrapé con fuerza el manillar de la puerta entre mis manos. Pronto la sombra de mi padre se cernió sobre la puerta, intentando abrirla. Me negaba en rotundo a salir. No quería bajar, no quería que todos esos recuerdos me atravesaran cuando estuviera lo suficientemente cerca de esa casa. Tenía miedo. Me asustaba el hecho de no saber cómo reaccionaria mi robot a ese nuevo cambio. Empecé a temblar, a flaquear, y la puerta acabó abriéndose delante mía.
El sol cegándome; la mano de mi padre rodeando mi cintura, empujándome a seguir andando; el diario sostenido entre mis brazos cruzados sobre mi pecho; mi lengua relamiendo mis labios secos y temblores incesables en mi camino de vuelta a casa, mi casa.
Era temporal, en realidad, era algo menos que temporal. Sólo estaba de vuelta porque las fechas navideñas estaban cerca y mi padre no quería privarme de mi derecho a pasar un par de días con mi madre y mi hermana antes de que la Tierra cumpliera un año más. Además de aquello, al parecer, mi madre había sido muy insistente con todo el tema de que no era justo para ella, como madre, el hecho de saber que su hija estaba enferma y ella estaba demasiado lejos como para poder hacer algo al respecto, cosa que me parecía bastante cómica ya que por muy lejos que estuviera, había tenido todo un mes para llegar hasta mí y aún así no lo había hecho.
Mi padre tocó el timbre y las ojeras de mi madre se le adelantaron para darme su bienvenida primero.
— ¡Cariño! — Exclamó y sus ojos se pusieron vidriosos al instante.
No dije nada. Desvié la mirada, retirando el contacto visual y me aparté con descaro cuando sentí como se aproximaba hacia mí para abrazarme.
— Helena. Sé educada, por favor.— Exigió mi padre.
— Hola.— Murmuré para contentarle.
— Vendré a por ella el Domingo por la tarde.— Esta vez se dirigía a mi madre.
Entonces sentí la presión de sus manos sobre mis hombros, girándome para que le prestara atención. Metió una de sus manos en el bolsillo de su chaqueta y sacó un frasco llenó de mis píldoras para la felicidad. Mientras una de ellas se deslizaba por mi garganta, él tomó mi mandíbula inferior y me obligó a abrir la boca para cerciorarse de que no le estaba mintiendo. Sonrió de medio lado y beso mi frente.
— Pórtate bien, por favor.— Me pidió antes de que me deslizara al interior de la casa.
Elevé mi mano en respuesta y continue subiendo las escaleras hasta llegar a mi habitación. Nada había cambiado, todo seguía tal y como lo había dejado. Suspiré aliviada ante ello, ya que una parte de mí me decía que lo más probable era que mi hermana hubiera montado un vestidor allí en mi ausencia.
Observé el coche de mi padre alejarse a través de la ventana y los temblores volvieron. Tanto tiempo queriendo volver y ahora que por fin estaba allí, me quería ir. Todo era tan desconcertante para mí. Incluso mi familia lo era. Guardaba cierto rencor hacia mi madre y mi hermana, nada que un lo siento sincero y una taza de chocolate caliente no pudieran arreglar, pero aún así estaba tan dolida con ellas que no quería concederlas siquiera esa oportunidad.

Ease » Matthew EspinosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora