(no) Refugio

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El Camino Imperial, compuesto por piedras desiguales y lleno de polvo, se encontraba casi intransitado esa mañana. Derek y yo sentíamos la aspereza de la tierra en la planta de los pies; consecuencia de ir descalzos. Antaño vestíamos ropas de cuero curtido y lana colorida, en ese momento lo máximo a lo que pudimos aspirar fue a pieles de animales sin curtir, sin nada de equipaje. El Camino Imperial era como un cuadrado empedrado que atravesaba las estepas duras e implacables, que conectaba las cuatro ciudades-estado.

Caminábamos a buen ritmo, con la barriga vacía, cortesía de la última cena que habíamos comido hace dos días, gastando nuestras pocas monedas. Una brisa suave y cálida envolvía el lugar, suavizando el frío clima de las estepas. Se oían grillos y otros insectos en la lejanía. De repente, una polvareda apareció a lo lejos. Intrigados, Derek y yo nos acercamos. Estaba en el Camino Imperial, así que nos pillaba de paso.

Unos nobles de Otonkio, montados a caballo, hostigaban a una pequeña figura que iba a pie. Eran nobles, sin duda, la ropa de seda delataba su posición y los adornos florales que eran de Otonkio. Gritaban, borrachos, coreando a su jefe, que, látigo en mano, azuzaba al pobre desdichado a que corriera.

- ¡Dejadle en paz! ¡No os ha hecho nada! – grité aproximándome.

- Vaya vaya. ¿Qué tenemos aquí? Un pequeño vagabundo con su hermano, dos mocosos malcriados que han huido de mamá. ¿Acaso sabéis quién es esta criatura malnacida? No es otro que Ciro, un maleante de Otonkio. Robó y estafó. La justicia ha caído sobre él, muchacho. – dijo riéndose con una voz ronca mientras movía el látigo grotescamente.

- Si eso es justicia, entonces guardáosla, mi señor, para vuestra mujer. Los dioses saben que lo necesita. – los demás se rieron, y el hombre de la voz ronca se enfureció.

Hice una reverencia, burlándome. Mis años de vagabundeo en las aldeas me habían hecho insolente, aprendí a defenderme con la única arma que tenía; la lengua. El hombre de voz ronca arremetió contra mí. En su furia se descuidó, y aprovechando eso le tiré de su caballo, el cual huyó. Humillado, volvió con sus hombres, y se fueron, alejándose. El desdichado era un enano deforme, con los brazos cortos y las piernas también. Su pelo, rubio con mechones oscuros, tapaba a medias sus verdes ojos. Esbozaba una media sonrisa en medio de su espesa barba, era imposible descifrar sus pensamientos.

- Gracias, muchas gracias. Como esos encantadores señores han dicho, soy un exiliado de Otonkio. Me caéis bien muchachos. Hagamos una fogata y hablemos. – Sacó de su petate un trozo de queso y una botella de vino. Las tripas me rugieron, y a Derek también.

Al rato estábamos alrededor de una hoguera, compartiendo la comida. El enano nos dejó probar el vino. Parecía que me quemaba la garganta, así que no lo volví a catar, y mi hermano tampoco. Nos contó su historia. Su nombre era Ciro, había sido abandonado de pequeño, y el circo de la ciudad le acogió. Le cuidaron y le enseñaron trucos que nos mostró. Nos dijo que el circo se hizo tan famoso que los nobles temían que cogieran poder y dinero. Entonces, los nobles de la ciudad le tendieron una trampa. Le metieron una bolsa de dinero robado en su caravana, y le acusaron de ladrón y estafador. Encadenado, le llevaron ante el juez, que, sobornado, le condenó a muerte. Sus amigos del circo protestaron, y consiguieron que solo le exiliaran. Pero daba lo mismo, el prestigio del circo quedó manchado, y se quedaron en los barrios bajos. Tuvo que huir de Otonkio, y dirigirse como nosotros a Verancio. Nos preguntó sobre nuestra historia, y respondí.

- Nosotros somos de las Invérnadas, un pueblo pegado a Invérnado. Yo soy Cephilo, pero me llaman Ceph. Mi hermano es Derek. Nuestro señor padre era el alcalde de las Invérnadas, justo y amable. Trataba bien a todos, y dirigía sabiamente. No duró mucho. Tras la muerte de nuestra señora madre, los gobernantes de Invérnado se fijaron en que mi señor padre lo hacía demasiado bien. Conspiraron contra él. Al mes, unos hombres armados entraron en nuestra casa y mataron a todos. Una masacre. Uno de los amigos de nuestro señor padre nos sacó del pueblo, y erramos de aldea en aldea, huyendo de nuestros enemigos. El amigo de mi señor padre enfermó, y al poco tiempo murió. Sin dinero, sin ropa, sin alimentos, nos refugiamos en un pequeño poblado. Éramos unos críos y constantemente abusaban de nosotros. Pero eso cambió. Nos endurecimos, y desafiamos al jefe de allí. Le humillamos y ganamos el nombre de Cachorros, pues soltamos a los perros tras el antiguo cabecilla. Estuvimos allí varios años. Hace unos meses corrió la voz, como seguramente sabrás, de que Verancio ofrecía cobijo a exiliados, víctimas y pobres. Abandonamos la aldea y nos pusimos en marcha. Y aquí estamos, los dos, yo con 13 años y mi hermano con cuatro años menos. Tengo que protegerle, tengo que llegar a Verancio.

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⏰ Última actualización: Apr 05, 2016 ⏰

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