*Prólogo*

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Murmuraba. Nadie le escuchaba. Temblaba. Nadie le ayudaba. Lloraba. Nadie lo notaba.

En lo más oscuro de un perdido callejón, escondido tras las sombras de la solitaria ciudad nocturna, un joven rubio de apenas quince años se encontraba echo un ovillo. Su espalda apoyada sobre la mugrienta pared y sus brazos rodeando con fuerza sus piernas, ocultando su rostro entre sus rodillas.

Sus lágrimas mojaban su ropa. Tenía miedo de levantar la mirada y descubrir que todo era cierto. Que esta vez había acabado de verdad, que nada volvería a ser como antes.

Nunca la volvería a ver. No podría volver a perderse en esos ojos de un celeste más bello y brillante que el del propio cielo, no podría aspirar su dulce olor a galletas recién horneadas. Y lo peor era que su sonrisa jamás volvería a iluminar su día.

Eso era lo que más temía.

Porque una vez que levantara la mirada, sabía que vería su cuerpo inerte frente a él. No se movería y sus ojos no se abrirían. Y el olor de la sangre sería el único que inundaría sus sentidos.

Después de unos minutos, el joven escuchó entre sollozos el sonido de unos pasos acercarse hacia su persona. Él sólo abrazó con más fuerza sus piernas. Por desgracia, sabía perfectamente quien era el ser que se dirigía hasta aquel callejón.

Y la odiaba.

El culpable de que esa historia sucediera otra vez.

-Adrien...

El rubio cerró con fuerza los ojos y sollozó como respuesta. Esa odiosa voz otra vez. Todo había acabado.

Con un torpe movimiento, alzó por primera vez su rostro. Se aseguró de no mirar ni un momento al suelo, sabía que esa sensación sería demasiado intensa como para soportarla...

Ahora, lo único que había frente a él era un chico igual que él, pero con colores inversos. Pelo negro como la noche, tez pálida y unos vacíos ojos rojos. Una camiseta blanca con varias rayas horizontales de colores sobre su pecho, una chaqueta negra sobre ésta y unos pantalones amarillo pastel.

Ese chico miraba a Adrien con una expresión hueca, como si no sintiera nada. Detestaba que hiciera eso. Tras suspirar, apartó la vista y ocultó sus ojos tras el oscuro flequillo mientras le ofrecía una mano.

No necesitaba ninguna palabra más. Sin dudarlo, Adrien tomó con fuerza esa mano y tiró con fuerza para levantarse en el sitio.

-Es hora de volver a empezar... -dijo el rubio con la voz quebrada.

El azabache sólo asintió y, sin soltarle, le guió lentamente hacia en exterior de ese triste callejón. Ninguno de los dos intentó romper el silencio, no era necesario. Ambos sabían que es lo que debía ocurrir.

Sin embargo, antes de salir definitivamente del lugar, Adrien no pudo más y detuvo sus pasos para girarse con el corazón encogido. Debía ver la realidad.

Irremediablemente, sus ojos se nublaron ante esa escena tan grotesca.

-Marinette... -sollozó nuevamente.

Y el joven ante él, roto por dentro, también dejó caer unas silenciosas lágrimas que desaparecieron en aquella luz blanca que empezó a rodearles.

Tal vez... lo lograría la próxima vez.

.

Tenia pensado publicar esta historia dentro de un tiempo, pero temía que alguien me plagiara la idea, ¡así que publico ahora!

Como no tengo casi nada adelantado, no se cada cuanto tiempo publicaré, pero intentaré no haceros esperar.

Atte.: Deimos.

Días de Calima (Ladybug)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora