El mundo de los niños perdidos

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Cuando los primeros rayos de sol comenzaron a filtrarse entre el ramaje del bosque, el sonido de unas pisadas quebró el mortecino silencio de la mañana. Las botas de piel se hundían en la nieve con cada paso que daba su dueña, cuya silueta, oscurecida por el color negruzco de sus ropas, manchaba la blancura casi total que reinaba en la helada espesura.

Finalmente, al llegar a su destino, se detuvo. 

Con un suspiro cansado, se agachó para contemplar más cómodamente lo que tenía ante sí. Sus rasgados ojos color tierra, enmarcados por una pálida tez femenina, observaron con satisfacción la presa capturada por la trampa que ella misma había dispuesto la tarde anterior.

Era una liebre de pelaje mullido y bien alimentada que, junto a las dos ardillas que ya llevaba a buen recaudo en su zurrón, le daría de comer durante varios días.

Erika, que así se llamaba la joven, no podía estar más satisfecha. Durante el invierno era muy difícil encontrar algo que llevarse a la boca, sobre todo cuando contaba con tan escasas horas de luz para moverse por el bosque. En alguna ocasión se había encontrado a la intemperie tras el anochecer, pero no había sido por su propia voluntad. Nadie en su sano juicio salía al anochecer.

Nadie que quisiera seguir con vida.

La noche pertenecía a los Carroñeros; así era como Erika los llamaba. Después de que la enfermedad se extendiera por todos los rincones del mundo; después de que miles de millones de personas murieran infectadas y las ciudades quedaran desiertas; incluso después de que cualquier resquicio de civilización se consumiera; mucho, mucho tiempo después, los Carroñeros eran el mayor miedo de cualquier ser humano tras la enfermedad.

Se movían en grupos, de unos cuatro o cinco componentes, en su mayoría hombres, y vagaban como nómadas, aprovechando la oscuridad para cazar animales y saquear personas. Erika los había visto en más de una ocasión. Había presenciado cómo robaban y cómo asesinaban, y había visto lo que les hacían a los niños...

Todos sabían que eran ellos, los niños, los que transmitían la enfermedad. Cuando la muerte se desató y llegó el fin de todo cuanto conocían, los adultos dejaron de protegerlos. El terror a infectarse provocó que a muchos de ellos los dejaran atrás, a merced de los Carroñeros y a sabiendas de que estos los ejecutarían en cuanto los encontraran.

Era una realidad dura, pero era la realidad. De hecho, Erika ya ni siquiera recordaba cómo era el mundo antes, solo sabía cómo era ahora: solitario, frío y cruel. No había pasado, ni futuro. Lo único que importaba era el presente, y la única regla imperante era sobrevivir. Por eso Erika se arriesgaba a salir de su guarida cada amanecer y se mantenía oculta durante la noche. Por eso se sentía tan contenta mientras recorría el camino de regreso a su cabaña, con aquellos animales muertos a buen recaudo en su zurrón. Tener alimento para dos o más días enteros era todo un privilegio, significaba que no tendría salir ni encontrarse en peligro. Sin embargo, aquella mañana, el peligro estaba a punto de encontrarla a ella.

Frente a la entrada de su pequeño refugio camuflado por la nieve, vio una figura menuda que intentaba hallar un modo de entrar desesperadamente. De inmediato, Erika desenfundó su cuchillo y muy lentamente se acercó al intruso, procurando hacer el menor ruido posible. Lo cogió de la parte de atrás del abrigo y lo apartó de la cabaña con un fuerte empujón, arrastrándolo más de un metro de ella.

Sorprendida por lo poco que pesaba, Erika no dejó de amenazarlo con su arma, dispuesta a defender su guarida con uñas y dientes.

—No te atrevas a dar un solo paso —le amenazó al ver que se levantaba y se disponía a huir—. Date la vuelta —le ordenó.

Entonces, cuando el escurridizo intruso se volvió hacia ella, mirándola directamente, sintió que el corazón le daba un vuelco.

Era un niño.

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