Parte 3: No tengas miedo

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Su miedo se olía a kilómetros. Una vez estuve lo bastante cerca, vi cómo el muchacho se encogía sobre sí mismo, ahogándose en su propio dolor. Miré sus cabellos blancos, el bastón que yacía a su lado y la inusual nieve que lo rodeaba. Supe que no era un joven cualquiera. Jack Escarcha...

"Tanto poder, y aún así tan débil...", pensé.

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No hubo advertencia alguna.

De repente, sentí cómo algo me atravesaba el pecho con una violencia inhumana. Por unos momentos, dejé de respirar. Cogí aire a bocanadas, jadeante, mientras trataba en vano de ponerme en pie. Las fuerzas me abandonaban mientras un dolor hasta entonces desconocido se esparcía por mi cuerpo con cada latido que daba mi corazón.

Pero no se trataba de un dolor cualquiera. Miré hacia mi pecho izquierdo, el cual sostenía en un fútil intento por detener aquella ponzoña. Una mancha negra se había extendido allá donde había sentido el impacto, aunque no lograba ver arma ni atacante algunos. Alrededor de la herida, unas venas negras se extendían con rapidez hacia el resto de mi tórax, mis brazos, mis pernas, mi rostro...

En mi agonía, no sentía que mi cuerpo muriese, sino más bien mi alma. ¿Era esto normal?

Cada vez me costaba más formular pensamiento alguno. Lo peor era que, en su lugar, no había silencio, sino una voz que fingía formar parte de mí, aunque era consciente de que yo jamás habría pensado así. Creí que estaba perdiendo la cordura o que me encontraba en la peor de mis pesadillas.

Una voz oscura y profunda se oyó desde las sombras. Reía.

- Prefiero la idea de la pesadilla. Es muy acertada.

"¿Cómo...?" fue lo último que yo, Jack Escarcha, llegué a pensar.

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Desperté con los primeros rayos el sol. Me estiré con cuidado para no golpear a Jack... hasta que, al abrir los ojos, vi que ya no seguía ahí. Aunque me entristeció un poco el no tenerle a mi lado al despertar, comprendí que, tras haber estado encarcelado bajo las normas de sociedad y de protocolo durante todo el día anterior, en la boda, lo más probable era que ahora necesitara volar un rato para volver a sentirse libre.

Al levantarme, me creé un nuevo vestido de hielo, pero éste más fino, transparente y azulado, como a mí me gustaban. Su textura se asemejaba a un tul.

Con el pelo aún revuelto, salí al exterior a contemplar el amanecer. Adoraba la forma en la que la blancura de la nieve reflejaba los rayos del sol, adoptando distintos tonos. Aunque es cierto que el cielo en sí era todo un espectáculo. Las nubes, como burbujas de algodón, variaban desde el color rosa, hasta el amarillo y el naranja. La vista era conmovedora pero, a pesar de ello, no pude resistir la tentación que tanta nieve a mi alrededor me suponía. Me dediqué a correr por la nieve, dando vueltas, bailando y cantando como una loca o una enamorada, mientras hacía brotar de la nada esculturas de hielo que no representaban a nada en concreto, salvo lo que sentía en aquellos momentos. Adoraba jugar con mi magia. Formaba una parte esencial de mí, y ahora que la usaba todos los días no comprendía cómo pude haberla acallado durante tantos años de mi infancia. Sentía como si un río de luz corriera, veloz, por mis venas al tiempo que canalizaba mi energía en mis manos, desde donde procuraba que el hielo saliera propulsado hacia donde yo quería.

Sin darme cuenta, llegué a construir un muñeco de nieve parecido a Olaf, pero sin vida. Me acuclillé para mirarlo más de cerca, y extrañé a Anna. Por un momento, deseé que estuviera conmigo. Deseé no haberla dejado al cargo de Arendel y, en vez de ello, haberla traído de vacaciones conmigo, para que se divirtiera un poco. ¡La de cosas que podríamos haber hecho con tanta nieve! Pero me dije a mí misma que también ella había tenido su tiempo de expansión en su luna de miel con Kristoff, el año pasado.

Hay cosas que nunca cambianDonde viven las historias. Descúbrelo ahora