El callejón del infierno

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En el profundo infierno una fatigada alma caminaba por las calles de Volaverunt cerca de la plaza del 666, una pestilencia insoportable reinaba aquellos caminos oscuros y tristes. El infierno no era el mismo de antes, ya no era como Dante lo describía en la divina comedia y poco se acercaba a como los seres terrenales lo imaginan, el infierno ya es como cualquier otra ciudad modernizada, grandes edificios gobernaban las calles perdiéndose en la oscuridad de aquel cielo; existía luz eléctrica, así como también, autos, bares y cafés.
Existe de todo en el averno excepto una cosa, en aquellas yertas calles de aquella gigante ciudad no existía el amor. Una eternidad sin amor era el castigo para los desaventurados, el peor castigo que puede existir pues, ninguna alma puede descansar en paz sabiendo que para él no existe amor.

Séase entonces, que el alma divisó no muy a lo lejos un bar cuyo nombre irónicamente era amour, este espíritu rió al leer el nombre, sacó de su bolcillo un cigarrillo y aprovechando las llamas que surgían del suelo lo prendió y sin entretenerse más decidió ir a aquél bar.
Al entrar encontró una multitud de espíritus rodeando a un alma en particular.

— Calma, Calma— dijo el alma rodeada— que aún recuerdo todo lo que sentí en aquella vida cuando cabalgaba loco y terco sobre Rocinante mi noble corcel.

— Venga ya, Quijano— dijo un alma de la multitud—, por favor, sigue contando el amor que sentías hacia Dulcinea, que el libro no nos basta, queremos más detalles del romántico y platónico romance de Don Quijote y Dulcinea del Toboso.

Y así, Quijano comenzó a relatar su romance agregando grandes suspiros acompañados con frases románticas y razonables para dar a creer a la multitud que aún podía sentir un poco de ese amor como, por ejemplo: “El amor junta los cetros con los cayados; la grandeza con la bajeza; hace posible lo imposible; iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte”. De repente, pegó un grito, su mano derecha apuntó a nuestro protagonista, mientras que de su rostro resaltaba una mirada vivaz y extasiada por el momento de inspiración diciéndole:

— Usted alma desventurada, apostaría todos mis recuerdos de mi vida pasada que extraña a alguien en este preciso momento pues, ¿quién no extraña en este infierno tan oscuro? En donde cada alma recuerda incansablemente el calor y la alegría de amar y ser amado. Amar, amar aún después de la muerte es todo lo que ansiamos nosotros pecadores y, lo que pocos han logrado.

— Está loco—respondió irritado—, ¿cómo usted puede saber eso, si ni siquiera conoce mi nombre, además qué no estamos condenados? Nuestros errores nos llevaron a este lugar, nos alejamos del amor de Dios y sin su amor como podemos amar cuando él nos ha alejado.

— ¿Cuál es su nombre?— preguntó Quijano con una mirada segura.

— Diego, Diego es mi nombre.

— Pues bien, Diego— dijo Quijano—, ¿extrañas a alguien en especial y si de ser así, por qué aún no se lo has dicho? Todos extrañamos a alguien es nuestro castigo divino, y estás equivocado, Él nos ama, aunque estemos lejos de su reino nos ha dado desde el principio las llamas, nos dio un poco de luz y calor en esta maldita ciudad dónde todo debería ser frío y oscuro. Las llamas del averno— dijo mientras observaba tranquilamente a lo lejos el fuego que emanaba el pavimento—  son la muestra de su infinito amor que, desgraciadamente no podemos sentir.

— No, no lo hago— contestó— y sí fuera así como dices, sería una locura, ¿no lo cree, expresar un sentimiento que no podemos sentir? El hecho que piense así significa que aún está loco.
Quijano calló después de lo comentado, aquellas palabras no fueron de su gracia, volteó su cabeza a la barra y mirando al vinatero pidió un whisky, la muchedumbre de almas al notar que bebería en silencio se dispersó, algunas almas salieron del bar, otras se sentaron en las mesas del local para luego dar orden al mesero.

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