7. No vuelve Nab y tienen que seguir a Top

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Gedeón Spilett, inmóvil, con los brazos cruzados, estaba en la playa, mirando el mar, cuyo horizonte se confundía al este con una gran nube negra que subía rápidamente hacia el cenit. El viento era fuerte y refrescaba a medida que declinaba el día. Todo el cielo tenía mal aspecto y los primeros síntomas de una borrasca se manifestaban.

Harbert entró en las Chimeneas y Pencroff se dirigió hacia el corresponsal. Este estaba muy absorto y no lo vio llegar.

—Vamos a tener una mala noche, señor Spilett —dijo el marino.—Lluvia y viento suficientes para alegrar a los petreles.

El periodista, volviéndose, vio a Pencroff, y sus primeras palabras fueron las siguientes:

—¿A qué distancia de la costa cree usted que la barquilla recibió el golpe de marque se ha llevado a nuestro compañero?

El marino, que no esperaba esta pregunta, reflexionó un instante y contestó:

—A dos cables, al máximo.

—Pero ¿qué es un cable? —preguntó Spilett.

—Cerca de ciento veinticuatro brazas o seiscientos pies.

—Por tanto —dijo el periodista—, Ciro Smith habrá desaparecido a mil doscientos pies de la costa.

—Aproximadamente —contestó Pencroff.

—¿Y su perro también?—También.

—Lo que me admira —añadió el corresponsal—, admitiendo que nuestro compañero haya perecido, es que Top haya encontrado igualmente la muerte, y que ni el cuerpo del perro ni el de su amo hayan sido arrojados a la costa.

—No es extraño, con una mar tan fuerte —contestó el marino—. Por otra parte, quizá las corrientes los hayan llevado más lejos de la playa.

—¿Cree usted que nuestro compañero ha perecido en las olas? —preguntó una vez más el periodista.

—Es mi parecer.

—Pues el mío —dijo Gedeón Spilett—, salvo el respeto que debo a su experiencia, Pencroff, es que el doble hecho de la desaparición de Ciro y de Top, vivos o muertos, tiene algo inexplicable e inverosímil.

—Quisiera pensar como usted, señor Spilett —contestó Pencroff.—Desgraciadamente, mi convicción es firme.

Esto dijo el marino, volviendo hacia las Chimeneas. Un buen fuego crepitaba en la lumbre. Harbert acababa de echar una brazada de leña seca, y la llama proyectaba grandes claridades en las partes oscuras del corredor.

Pencroff se ocupó en preparar la comida. Le pareció conveniente introducir en el menú algún plato fuerte, ya que todos tenían necesidad de reparar sus fuerzas. Las sartas de curucús fueron conservadas para el día siguiente, pero desplumó los tetraos y, puestas en una varita las gallináceas, se asaron al fuego.

A las siete de la tarde Nab no había vuelto todavía. Aquella ausencia prolongada inquietaba a Pencroff. Creía que le había ocurrido algún accidente en aquella tierra desconocida o que el desgraciado había cometido algún acto de desesperación; pero Harbert deducía de aquella ausencia consecuencias diferentes. Para él, si Nab no volvía, era porque alguna nueva circunstancia le había obligado a prolongar sus pesquisas; y toda novedad en este caso no podía ser más que en dirección de Ciro Smith. ¿Por qué Nab no habría vuelto si una esperanza cualquiera no lo retuviera? Quizá habría encontrado algún indicio, una huella de su paso, un resto de naufragio que le había puesto sobre la pista. Quizá seguía en aquel momento una pista verdadera y tal vez se hallaba al lado de su amo.

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