11. Exploración de la isla. Situación

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Media hora después, Ciro Smith y Harbert estaban de vuelta en el campamento. El ingeniero se limitó a decir a sus compañeros que la tierra donde el azar los había arrojado era una isla y que al día siguiente la explorarían. Después cada cual se arregló como pudo y, en aquel trozo de basalto, a una altura de dos mil quinientos pies sobre el nivel del mar y en una noche apacible, los "insulares" disfrutaron de un descanso profundo.

A la mañana siguiente, después de un frugal desayuno, compuesto de tragopán asado, el ingeniero subió a la cima del volcán para observar con atención la isla en que podrían estar prisioneros toda su vida, si se hallaba situada a mucha distancia de la tierra y no se encontraba en la ruta de los barcos que visitaban los archipiélagos del océano Pacífico.

Sus compañeros lo siguieron en su nueva exploración. También querían ver la isla que había de subvenir en lo sucesivo a todas sus necesidades.

Serían aproximadamente las siete de la mañana, cuando Ciro Smith, Harbert, Pencroff, Gedeón Spilett y Nab abandonaron el campamento.

Indudablemente tenían confianza en sí mismos, pero el punto de apoyo de esta confianza no era el mismo en Ciro que en sus compañeros. El ingeniero tenía confianza, porque se sentía capaz de arrancar a aquella naturaleza salvaje todo lo necesario para su vida y la de sus compañeros, y éstos no temían nada precisamente porque Ciro estaba con ellos. Esta diferencia se comprenderá fácilmente. Pencroff, sobre todo, desde el incidente del fuego no había desesperado un instante, aun cuando se encontraba sobre una roca desnuda, si el ingeniero estaba con él en aquella roca.

—¡Bah! —decía—. Hemos salido de Richmond sin permiso de las autoridades, y un día u otro saldremos de un lugar donde nadie nos detiene.

Ciro Smith siguió el mismo camino que la víspera. Dieron la vuelta al cono por la meseta en que se apoyaba hasta la boca de la enorme grieta.

El tiempo era magnífico. El sol brillaba en un cielo purísimo y cubría con sus rayos todo el flanco oriental de la montaña.

Llegaron al cráter. Era tal como el ingeniero lo había entrevisto en la oscuridad, es decir, un embudo que iba ensanchándose hasta una altura de mil pies sobre la meseta. Al pie de la grieta, anchas y espesas capas de lava serpenteaban por las laderas del monte y marcaban el camino con materias eruptivas hasta los valles inferiores, que formaban la parte septentrional de la isla.

El interior del cráter, cuya inclinación no pasaba de treinta y cinco a cuarenta grados, no presentaba dificultades ni obstáculos para la ascensión. Se encontraban en él señales de lavas muy antiguas, que probablemente se derramaban por la cima del cono antes que aquella grieta lateral les hubiese abierto una nueva vía.

En cuanto a la chimenea volcánica, que establecía la comunicación entre las capas subterráneas y el cráter, la vista no podía calcular su profundidad, porque se perdía en las tinieblas; pero no había duda sobre la extinción completa del volcán.

Antes de las ocho, Ciro Smith y sus compañeros se hallaban reunidos en la cima del cono, sobre una eminencia cónica que tenía en su borde septentrional.

—¡El mar! ¡El mar por todas partes! —exclamaron, como si sus labios no hubieran podido contener aquellas frases que los convertían en insulares.

El mar, en efecto, la inmensa sabana de agua circular les rodeaba. Tal vez subiendo a la cima del cono, Smith tenía la esperanza de descubrir alguna costa, alguna isla cercana, que la víspera no pudo ver por la oscuridad; pero nada apareció en los límites del horizonte, es decir, en un radio de cincuenta millas. ¡Ninguna tierra, ninguna vela! Aquella inmensidad estaba desierta y la isla ocupaba el centro de una circunferencia que parecía infinita.

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