14. Se determina la longitud y la latitud de la isla

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Al día siguiente, 16 de abril, domingo de Pascua, los colonos salían de las Chimeneas al amanecer y procedían al lavado de su ropa interior y a la limpieza de sus vestidos. El ingeniero pensaba hacer jabón cuando hubiera obtenido las materias necesarias para la saponificación, sosa o potasa, y grasa o aceite. La cuestión de la renovación del guardarropa debía ser tratada en tiempo y lugar oportunos. En todo caso, los vestidos podían durar aún seis meses más, porque eran de tela fuerte y podían resistir el desgaste de los trabajos manuales. Pero todo dependía de la situación de la isla respecto de las tierras habitadas, situación que debía determinarse aquel mismo día, si lo permitía el tiempo.

El sol, levantándose sobre un horizonte puro, anunciaba un día magnífico, uno de esos hermosos días de otoño, que son como la última despedida de la estación calurosa.

Había que completar los elementos de las observaciones hechas la víspera midiendo la altura de la meseta de la Gran Vista sobre el nivel del mar.

—¿No necesitará usted un instrumento análogo al que le sirvió ayer? —preguntó Harbert al ingeniero.

—No, hijo mío, no —contestó éste—. Vamos a proceder de otro modo y de una manera casi tan exacta.

Harbert, que gustaba de instruirse en todo, siguió al ingeniero, el cual se apartó del pie de la muralla de granito bajando hasta el extremo de la playa, mientras Pencroff, Nab y el corresponsal se ocupaban en diversos trabajos.

Ciro Smith se había provisto de una especie de pértiga de unos doce pies de longitud, que había medido con la exactitud posible, comparándola con su propia estatura, cuya altura conocía poco más o menos. Harbert llevaba una plomada que le había dado el ingeniero, es decir, una simple piedra atada al extremo de una hebra flexible.

Al llegar a veinte pies del extremo de la playa, a unos quinientos pies de la muralla de granito, que se levantaba perpendicularmente, Ciro Smith clavó la pértiga uno o dos pies en la arena, calzándola con cuidado, y por medio de la plomada consiguió ponerla perpendicularmente al plano de horizonte.

Hecho esto, retrocedió la distancia necesaria para que, echado sobre la arena, el rayo visual, partiendo de su ojo derecho, rozase a la vez el extremo de la pértiga y la cresta de la muralla. Después marcó cuidadosamente aquel punto con un jalón pequeño.

—¿Conoces los primeros principios de la geometría? —dijo luego, dirigiéndose a Harbert. —Un poco, señor Ciro —contestó el joven, que no quería comprometerse demasiado.

—¿Recuerdas bien las propiedades de dos triángulos semejantes?

—Sí —contestó Harbert—. Sus lados homólogos son proporcionales.

—Pues bien, hijo mío, acabo de construir dos triángulos semejantes, ambos rectángulos: el primero, el más pequeño, tiene por lados la pértiga perpendicular, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de la pértiga y el rayo visual por hipotenusa; el segundo tiene por lados la muralla perpendicular, cuya altura se trata de medir, la distancia que separa el jalón del extremo inferior de esta muralla y mi rayo visual, que forma igualmente su hipotenusa, la cual viene a ser la prolongación de la del primer triángulo.

—¡Ah!, señor Ciro, ya comprendo —exclamó Harbert—. Así, como la distancia del jalón a la base de la pértiga es proporcional a la distancia del jalón a la base de la muralla, del mismo modo la altura de la pértiga es proporcional a la altura de esa muralla.

—Eso es, Harbert —contestó el ingeniero—, y, cuando hayamos medido las dos primeras distancias, conociendo la altura de la pértiga, no tendremos que hacer más que un cálculo de proporción, el cual nos dará la altura de la muralla y nos evitará el trabajo de medirla directamente.

La Isla MisteriosaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora