Parte 2 : muros invisibles (2/2)

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—He venido a recogerte —dice el hombre que hay en la puerta. Se llama Edgar, piensa Naiko, pero no puede recordar dónde ha oído ese nombre antes. Y cuando frunce el ceño y se pone a comprobar sus notas, Edgar lo atrae hacia sí y le da un breve beso en los labios—. Creo que eso debería ser un mejor recordatorio.

Antes de que Naiko tenga la oportunidad de apartarlo, aunque no se sabe si realmente lo habría apartado o no, Edgar echa el brazo sobre sus hombros y lo arrastra fuera del apartamento.

—Dale, vámonos.

—¿Pero dónde... —se queja Naiko cuando Edgar prácticamente lo tira por encima de la ventanilla de un descapotable de apariencia asquerosamente cara, una cosa traicionera aparcada junto a la vereda, todo exteriores negros e interiores blancos acolchados, sin molestarse ni en abrir la puerta— ...vamos?

—A ver luciérnagas —dice Edgar, escondiendo las toses en sus mangas, y sólo cuando Naiko alza la vista se da cuenta de que el chico tiene una sonrisa de oreja a oreja—. Luciérnagas de verdad.

—¿Pero dónde? ¿Hay algún campo por aquí cerca? —pregunta, pero Edgar no le dice mucho, sólo enciende la radio y pone música pop a todo volumen para llenar el aire, y quizá para disimular su sonrisa de obscena satisfacción.

El coche pasa a toda velocidad por callejones maltrechos, bajo la sombra de los rascacielos y por los suburbios llenos de hierba, cada vez era más de noche. En un momento dado, Naiko se da cuenta de que Edgar saca el brazo por la ventanilla y lo deja colgando, y reúne el valor para hacer lo mismo. El viento acaricia los nervios de su piel, sopla chispas en sus cabellos. Es una emoción pequeña, pero lo suficientemente grande como para hacer que su corazón lata un poquito más rápido. Naiko empieza a cantar, con la voz excitada y perceptible sobre el sonido de la radio, y sabe que Edgar está mirando cómo las corrientes invisibles se arremolinan tras sus dedos. Altibajos del color de sus melodías errantes.

Salvo porque en lugar de ir a un campo, o a un parque, Edgar detiene el coche frente a un almacén abandonado. Naiko se gira hacia él, mirándolo boquiabierto.

—Creía que habías dicho que íbamos a ver luciérn...

—Espera —lo interrumpe Edgar, y Naiko entiende que no le va a decir nada de todo esto hasta que haya pasado, así que deja que Edgar lo sacó del coche con sus dedos entrelazados casi demasiado fácilmente con los suyos, haciéndole promesas de humo colorido y luz y magia que parecen tener muy poco que ver con luciérnagas reales.

De hecho, no tiene prácticamente nada que ver con insectos, y mucho más con un par de guantes transparentes y una explosión de llamas a su alrededor, y una sonrisa traviesa e irregular en los labios de Edgar cuando le pide a Naiko que preste atención. La puerta se cierra de golpe, la luz de la luna se minimiza y Naiko se queda sin aliento.

Edgar es un atisbo fugaz de músculos en tensión y gracia fluida deslizándose por el espacio, pero por encima de todo eso, hay verdaderas líneas de luz saliendo de sus manos. Ríos de verde y azul y amarillo brillante que se derraman de sus manos y flotan como humo color neón y agua. No hay música, sólo la melodía susurrante de sus pulmones: las inhalaciones infinitas de Naiko, largos diminuendos (y eso cuando se acuerda de respirar); las rápidas exhalaciones de Edgar, crescendos agudos cuando sus talones húmedos se deslizan sobre el cemento mojado y sus palmas cortan la fluorescencia líquida de la noche mientras baila.

Y entonces Edgar le hace un gesto a Naiko para que se acerque, un simple movimiento de su dedo índice en realidad, pero Naiko siente su corazón latiendo furiosamente mientras se acerca torpemente, y casi se le sale del pecho cuando de repente, Edgar recorre con una mano la parte delantera de su camiseta, un barrido desde su cuello hasta su pecho con las palmas abiertas. Aunque los colores son etéreos y se desvanecen en el aire, el tacto de Edgar permanece sobre él, cálido e inolvidable.

—Las luciérnagas de verdad —dice Edgar con una amplia sonrisa— iluminan a la gente desde dentro.

—¿Pero qué estás diciendo? —ríe Naiko, y aún se ríe más cuando ve que Edgar empieza a sonrojarse.

La respuesta de Edgar empieza como un tartamudeo, pero desaparece bajo un ataque de tos intermitente y entre sus hombros inclinados y temblorosos. Hay gotas de sudor en su frente.

De alguna manera, no parece nada bueno.





Hay ciento veintidós kilómetros que separan la mansión en el aire de Edgar del ruinoso bar de Naiko, y en algún punto intermedio Naiko agarra la mano que Edgar tiene sobre el volante y lleva el coche hacia un lado.

—¿Estás bien?

—¿Qué quieres decir?

—Las pastillas... Perlas de benzonatato, Phenergan, Codeína... ¿y cómo se pronuncia este otro? Y tus toses, ¿y qué...? —Naiko señala un objeto pequeño, de plástico y con forma de media luna que hay en la guantera—. Tú... ¿Esto es... para el vómito?

Jongin palidece.

—No. No lo es.

—Estás enfermo, ¿verdad?

El silencio que sigue a la pregunta es lo más ruidoso que ha escuchado Naiko en su vida. Finalmente, Edgar mira hacia otro lado, en la distancia. Naiko observa cómo su nuez sube, vacila un momento y vuelve a bajar; y de repente, se arrepiente de haber preguntado. Todo se desmorona, se desgarra por las costuras cuando musita débilmente.

—¿Qué es? No es terminal, ¿n...

—Mis pulmones.

No hay nada más en el aire que respiraciones pesadas, y tal vez el sonido de un sollozo en la garganta de Naiko.

—Cuántos... ¿Cuántos meses... días...? –pregunta, sin energías, está más cansado que las cenizas que se derrumban al final del cigarro de Edgar. Encendiéndose, y desvaneciéndose hasta que quedan grises. Encendiéndose y desvaneciéndose. Desvaneciéndose.

—El médico dijo que dos años —y Edgar intenta sonreír, con el cigarro entre los labios, colgando entre la broma y la tristeza—. Es bastante tiempo, considerando que sólo he estado vivo durante veint...

—No. Deja de fumar.

Edgar parpadea lentamente, y su voz se vuelve un hilo de risillas disimuladas. La incomodidad es palpable.

—¿Y qué vas a hacer al respecto? Me voy a morir de todas formas. Dos años, dos años y medio, ¿cuál es la diferencia? Es cuestión de tiempo, y tampoco es que te vaya a importar tanto, al fin y al cabo, no puedes recordar lo que hicimos...

Su mandíbula es cortante y dura contra los nudillos de Naiko, y Naiko casi no puede creerse que le acabe de pegar un puñetazo a Edgar mientras que la cabeza de éste choca contra el reposacabezas. Se le cae el cigarro, y aterriza en el asiento.

—Esto —temblando, con los dientes castañeteando unos contra otros, Naiko coge el cigarro y ve cómo el humo sale de él— es lo que voy a hacer al respecto —dicho esto, se lo mete en la boca. Aún está encendido, y el dolor cuando quema el interior de su boca no es abrasador, sino punzante. La clase de dolor que desgarra la carne de Naiko, del tipo que rebana todos los nervios y duele, duele muchísimo.

Los ojos de Edgar miran impasibles cómo Naiko mastica y se traga el cigarro, las hebras de tabaco, el papel y el filtro duelen como cuchillos contra las quemaduras. El humo desciende por su garganta y Naiko tose un poco, frías lágrimas se acumulan en sus ojos. El tabaco sabe a basura y a medicina, y sabe aún peor bajo la mirada inexpresiva de Edgar.

—La próxima vez que te vea fumando, —Naiko se lo traga todo, su lengua grita de agonía al presionarse contra su paladar— haré esto otra vez. Porque sí, sí, el tiempo no tiene importancia para mí. La verdad es que daría lo mismo si me muero hoy o mañana, ¿no es así? Si crees que tienes el derecho de distanciarte así de mí, ¿por qué no podría hacerlo yo?

—Eres un puto aweonao , Naiko

Naiko siente demasiado dolor como para responder, pero en cierto modo está de acuerdo.





—Qué raro, el escritor ese ya no fuma nunca —señala Oscar la primera noche que Naiko aparece por el bar en semanas, al parecer. Toma un rápido trago de agua y mira a los músicos antes de volverse hacia Naiko—. Antes se fumaba los cigarros a puñados, te lo juro. Y luego están los trajes caros que solía llevar, no sé, parece que es un tío completamente diferente.

Naiko retuerce la lengua distraídamente para acariciar con ella la quemadura que se había hecho hacía un tiempo, y sigue la mirada de Oscar hasta un hombre que está disimulando una amplia sonrisa condescendiente, sentado al otro lado de la habitación. Son las doce y media, y el bar está a rebosar de gente que charla animadamente, pero en el segundo en que sus ojos se cruzan lo único que Naiko puede ver es a ese hombre y la forma de sus labios, el brillo oscuro que hay bajo sus pestañas. La habitación entera se vacía en un abrir y cerrar de ojos hasta que lo único que queda es Naiko y el hombre de la chaqueta de cuero. Silencioso, incoloro, surrealista.

En algún momento, la música empieza a sonar y Oscar mantiene un tono melodioso. Naiko mueve su mandíbula arriba y abajo instintivamente, porque sabe que es la señal de que tiene que unirse a la canción. El micrófono pesa en sus manos y espera a su voz, pero no sale nada. Graznidos secos y parpadeos veloces y entra en pánico, aún más cuando escucha cómo Oscar da golpecitos con el pie en el suelo en señal de impaciencia.

El hombre al otro lado de la sala arquea las cejas, mueve los labios formando unas palabras que Naiko no llega a entender, y levanta una mano con indecisión. Perplejo, Naiko ve cómo sus dedos bailan en el aire, y entonces el sonido de un piano aparece de ninguna parte, brilla alto y claro y todo se arregla, ya lo entiende todo. La melodía viaja a través del cuerpo del hombre, guiándola hasta que forma curvas por todas las esquinas y Naiko cree que es el hombre más hermoso, el artista más hermoso del planeta. Las notas fluyen de las puntas de los dedos del hombre hasta su corazón como si ese fuera el único propósito de su existencia.

Es una noche de un mes de septiembre, o tal vez de octubre, cuando Naiko realiza su mejor actuación para un bailarín con una chaqueta de cuero. Y después, mientras Naiko espera que Oscar reparta las propinas, el bailarín se abre paso hacia él por entre las mesas con una sonrisa tímida.

—No tengo paraguas.

Naiko parpadea, acaba de darse cuenta de que la lluvia está golpeteando contra la ventana. Oscar le da un suave codazo.

—Dice que no tiene paraguas.

Naiko sigue parpadeando, hasta que al final el bailarín suspira y pasa su brazo alrededor del cuello de Naiko despreocupadamente, un gesto claro de que lo ha hecho más de una vez antes, y empieza a arrastrarlo hacia el exterior.

—Vamos, vamos. Acompáñame a casa, Naiko.

Cuando oye que lo nombra, Naiko piensa inmediatamente en la última página de su libro de recortes, la que no tiene foto, la que habla de un hombre que en realidad es un chico, un escritor que en realidad es bailarín, un vecino que en realidad es mucho más. Edgar Gaete. En un lado de la página había una nota que decía que tenía que fingir no haberla leído nunca, porque Edgar no quería ser recordado.

Así que Naiko finge que no sabe que Edgar es su vecino.

—¿Dónde vives?

—Sé que lo sabes.

—Te juro que no lo sé.

—En tu apartamento.

—No es así.

—Sí es así.

Naiko gruñe, Edgar sonríe, y Naiko sabe que no le queda más opción que llevarlo allí.

Santiago a la una de la madrugada huele a tierra húmeda, a abrigos empapados y al suavizante de Edgar. Naiko se ofrece a sostener el paraguas, quizá para que sus nudillos puedan rozar el hombro de Edgar cuando las líneas no paralelas que forman sus caminos se acercan demasiado. Su relación puede resumirse en dos siluetas esbeltas, hombros que apenas se tocan, pisadas en la acera húmeda en algún punto entre el anochecer y el amanecer. Es una imagen llena de ingenuidad adolescente, sonrojos adolescentes y frases repentinas como me gustas y pero qué dices, y voy a besarte y labios ásperos, caricias suaves, bocas que sonríen y se mueven a tientas entre nudillos y muñecas.





—¿No es un poco aburrido utilizar siempre el mismo color? —señala Edgar mientras Naiko va de un lado de la habitación a otro, arreglando y reorganizando y quitando motas de polvo de todo lo que ve porque todo parece un desastre cuando hay un invitado.

—Sería un dolor de cabeza si lo hiciera de otra manera —responde Naiko, alisando con las manos las últimas arrugas de su edredón.

—Sí, pero así no puedes distinguir lo que es importante de lo que no. Todo es verde, como la hierba. Tienes césped en la pared —Edgar se ríe incómodamente de su propio chiste, mientras que Naiko abandona la limpieza y se sienta en la alfombra—. Ah, hoy estas muy chistoso ¿No?
—Así que... ¿qué... eres? —Naiko no sabe exactamente cómo abordar el tema, porque ya sabe la respuesta y en realidad todo esto son formalidades, fingir que no conoce a Edgar cuando siente que sí que lo conoce y cuando ha memorizado cada línea que hay escrita en el libro de recortes sobre él.

—Soy escritor.

—¿Pero no eras bailarín?

—Antes lo era —Edgar camina a través de la habitación, inclinando el cuello ligeramente porque el techo es demasiado, y se deja caer junto a Naiko. Sus pies pegan perfectamente juntos, sus dedos apenas se tocan y todo son líneas rectas—. Cuando era joven, hice algo de ballet.

Naiko le pide a Edgar que le explique cómo es el ballet, porque nunca lo ha visto antes, y Edgar decide hacerle una demostración en vivo con sus dedos.

—Aquí está la cabeza y esto son las piernas; uno, dos, y tres —un arabesque, lo llama— y cuando saltan así, se llama grand jeté, y... dame tu palma —un giro de la muñeca, sus uñas giran y arrancan una risa de la palma de Naiko—, fouetté en tournant —y su sonrisa desaparece y se convierte en una curiosa fijación cuando los dedos de Edgar se escabullen por el borde de su palma y van hacia el dorso—, aquí un sissonne, uno, y dos, y... —los dos dejan de respirar momentáneamente, cuando sus dedos cruzan la muñeca de Naiko y suben por su antebrazo, su brazo, hombro, clavícula, cuello, labio inferior, y se detienen.

Edgar saca una amplia sonrisa de la boca de Naiko con su pulgar, y se inclina para borrarla con la suya propia y es un beso dulce y casto al que Naiko se entrega.

Pero cuando la mano de Edgar se desliza por su cintura para atraerlo aún más cerca, Naiko se separa de él jadeando.

—Espera. No.

Aún aturdido, Edgar mantiene la mirada fija en la boca de Naiko mientras éste se levanta rápidamente y se apoya en el borde de su escritorio, incómodo.

—Yo ni siquiera... No te conozco. Quiero decir... Quiero decir, la verdad es que no recuerdo... —y pierde el hilo de lo que dice cuando Edgar se levanta, lo agarra de la mano y la pone sobre su pecho. Siente los atronadores latidos del corazón de Edgar, el débil pulso de Edgar,y los susurros de Edgar sobre el lóbulo de su oreja.

— Escucha —dice—. Este soy yo, enamorado de ti —y lleva sus manos al pecho de Naiko, y de repente éste se da cuenta de lo rápido y lo fuertemente que le está latiendo el corazón en su pecho, y del repentino calor que siente en las mejillas—. Y esto... suena como algo conocido, ¿verdad?

Hay un juego en los ojos de Edgar, y un reto en la leve separación entre sus labios y Naiko no tiene ni idea de lo que está haciendo, pero en el momento en que Edgar pone la mano sobre su rodilla todo se prende, se convierte en dedos que se hunden en nucas y un enredo de lenguas y falta de aliento y rodillas que chocan contra caderas. Es casi natural cómo se derrumban todos los muros invisibles que hay entre ellos, cómo extienden las manos para tocar la realidad en la piel del otro. Manos que se guían sobre manos y labios sobre labios y encajan de manera tan perfecta, líneas rectas contra curvas y rapidez contra vacilación. Caen el uno en el otro infinitamente hasta que tocan fondo, hasta que Edgar lo tiene levantado contra la pared, y sus piernas chocan contra las costuras internas de sus muslos y su aliento arde sobre la base de su cuello.

A Naiko se le olvida respirar cuando Edgar rompe el silencio, abriendo la cremallera de su pantalón de golpe y bajándole los vaqueros y la ropa interior de una sola vez. No sabe a dónde mirar, la verdad, porque nunca ha hecho esto antes, y Edgar parece conocer perfectamente el procedimiento cuando envuelve su miembro con una mano, acariciándolo con unos dedos cálidos hasta que Naiko está tan duro que casi duele. Mueve las caderas instintivamente, y parece que Edgar se da cuenta de cómo se está conteniendo y estudia a Naiko por debajo de sus pestañas.

—Está bien, iremos despacio.

Aunque la definición de despacio puede ser subjetiva, Naiko está absolutamente seguro de que Edgar está sobrepasando los límites cuando abre la boca y después la cierra en torno a su miembro para inmediatamente deslizarse hacia abajo, sus labios furiosos y ardientes y embriagadores, su lengua se mueve rápidamente sobre la punta y presiona de forma impaciente la parte inferior de su miembro. Inclinando la cabeza hacia atrás, Naiko embiste en la boca de Edgar, vacilante, aunque la vacilación se esfuma en el momento en que Edgar gime y el nudo de placer se desata en su interior. A partir de ahí, todo es calor y gemidos, uñas arañando nucas, suspiros prefijos de jadeantes y agudos «Edgar, Edgar», y gemidos graves sufijos de estremecimientos silenciosos entre dientes apretados.

Cuando Naiko está a punto de eyacular, Edtar se retira y lo estampa contra la pared, su boca ferviente susurra veloces instrucciones de «quítame los pantalones» entre, «ahora mismo» corrientes de, «con los» electricidad, «dientes». Mientras Naiko sigue sus instrucciones sílaba por sílaba, Edgar se quita la camiseta y la tira a un lado antes de premiar a Naiko con una hilera de besos desde su boca hasta su mandíbula, y más abajo, bajando por su cuello hasta llegar a su hombro y desde ahí desciende a lo largo de su brazo hasta que encuentra la unión de sus dedos. Lentamente, con los ojos fijos en los de Naiko, lame sus dedos unidos. Mientras se abandona a la calidez de la lengua de Edgar, éste lo empuja sobre la cama.

El primer dedo que Edgar introduce dentro de Naiko duele, el segundo es una agonía ciega, y Naikoo espera que Edgar le quite el dolor a besos, pequeños mordisquitos que lo distraen por todo su cuello. Se relaja cuando Edgar empuja aún más adentro, y entonces es cuando sus caderas se mueven solas para sentirlo mejor. Una fuerte ola de placer lo deja atontado, abre la boca pero no sale ningún sonido. Edgar recuerda dónde está ese punto, y cuando sustituye sus dedos por su miembro es ese mismo punto el que toca, el mismo punto que hace que Naiko pierda el control. Un sonido entre un gruñido y un grito sale de su garganta, y Edgar le aprieta el muslo antes de embestir otra vez, más fuerte y más rápido, y sigue y sigue hasta que Naiko eyacula sobre su estómago, y continúa hasta que de repente, él mismo suelta un intenso gemido.

Ambos caen juntos sobre la cama, y Naiko se preocupa por si debería levantarse a plegar las prendas que Edgar ha ido tirando por todas partes, y Edgar por envolver la cintura de Naiko con sus brazos de la manera más perfecta. El borde de la camisa de Naiko, impregnada con el olor a humo de tabaco y con la húmeda transición entre el otoño y el invierno, se arruga en el lugar donde sus caderas se juntan. Edgar desliza lentamente su mano por los botones, desabrochando cada uno de ellos, tomándose su tiempo y con el zumbido sordo del placer en su garganta.

—Sabes, no te he dicho en ningún momento que me llamo Edgar. ¿Cómo lo has recordado?

Naiko se sonroja, su cara pasa de ser rosa a rojo e intenta hundir su rostro en la almohada.

—Lo sabías, ¿verdad? Que tengo una página sobre ti en mi libro.

—Por supuesto que lo sabía —murmura Edgar, y Naiko se pregunta por qué parece que está resollando... como si hubiera estado respirando así, con dificultad, tal vez desde el principio—. Tengo una llave de tu apartamento, y ni una pizca de sentido de la intimidad o de la obediencia. Pero parece que tú tampoco lo tienes, puesto que has escrito sobre nosotros aunque te pedí que no lo hicieras.

—Pero lo habría seguido escribiendo —dice Naiko—. Quiero recordar esto. De verdad, yo... Quiero tener... Sólo quiero... una relación. Quiero tener una relación real contigo, en la que podamos hablar de lo que hicimos ayer o antes de ayer...

Edgar no dice nada, sólo oculta su nariz en la nuca de Naiko, aún respira pesadamente.

—Mañana, mañana, por favor, no dejes que te olvide, Edgar. Quiero recordar esto, quiero recordar lo que somos.

—No te preocupes, Naiko. Soy escritor. Me gano la vida recordando cosas.




Se mantienen despiertos toda la noche. Edgar prepara tazas de té aguado y se las toman en el balcón de Naiko, con las piernas extendidas y cruzadas con las del otro, los dedos de sus pies se tocan. Naiko intenta hablar de todo lo que se le ocurre, cualquier cosa para mantenerse despierto porque cuando se quede dormido, todo se acabará; las hermosas estrellas y esa sensación cálida que hay en su interior y la increíble suavidad de la piel de Edgar deslizándose sobre la suya, los tremendos contrastes. Divaga sobre lo genial que se veía Edgar mientras bailaba en el bar de esa manera, sobre lo perfectamente que encajaban sus voces y movimientos, sobre lo claro que estaba el cielo y sobre que el hombre del tiempo había dicho que mañana llovería.

Pero finalmente, los párpados de Naiko se vuelven insoportablemente pesados y se acurruca junto a Edgar, consciente sólo a medias de la fría brisa que envuelve su piel y de las líneas que Edgar dibuja sobre su cuello. Edgar coloca su cabeza en su regazo, y le acaricia el pelo, continuando con las palabras de Naiko como si nunca se hubieran detenido, porque quizá las cosas no tienen por qué acabar tan pronto. Porque él también tiene esperanza.

Pero el sueño se lleva a Naiko, al fin y al cabo.




En los últimos segundos del verano, las horas siempre son demasiado cortas y los segundos demasiado largos. Los días cada vez duran menos y aunque Naiko no puede decir que tiene prueba alguna, la inquietud lo atenaza con cada puesta de sol y puede sentir cómo permanece en el aire en torno a él. Rellenando las arrugas de su piel, deslizándose por su columna, derramándose por los dedos de sus pies. Un anhelo. Un temor. El frío del invierno, la lluvia sin comienzo, las mismas horas que sabe que ya han pasado antes. Y entonces llega la noche y lo pinta todo de blanco.





ay ay amo esta historia :3  por cierto, el próximo capitulo es el último e_e 

Anterograde Tomorrow { Edgar x Naiko} Donde viven las historias. Descúbrelo ahora