Naiko está de pie en un rincón de la habitación, y le llegan algunas palabras de los médicos. Algo sobre que los tratamientos de oxígeno no son suficientes, que usan antibióticos pero que el hígado los está rechazando, que lo dejan en la UCI pero que eso no cambiará nada, al menos bajarle la fiebre con un baño de hielo, pero sus pulmones no lo soportarían. No entiende algunas de las palabras, la multisilábica Symbicort, o Teofilina o corticosteroides, pero entiende el tic tac del segundero entre líneas, el incesante pitido de los monitores, las disculpas anodinas como «no hay nada más que podamos hacer».
—No quiero morir —dice Edgar, el sonido de su voz ahogado por la máscara de oxígeno.
Naiko se sienta en el taburete que hay junto a su cama y estudia las vías que salen de los tobillos de Edgar. De alguna forma parece diminuto, todo ángulos demacrados.
—No te vas a morir. Han dicho que te ibas a poner bien.
—Mentiroso —ríe Edgar, moviendo la cabeza y apartando la mirada de Naiko, y entonces es cuando éste se da cuenta de que en realidad no se está riendo. De que está llorando—. Habrá alguien nuevo en esta cama en tres semanas. Cuatro, como mucho. Tengo neumonía. Además de la fibrosis, tengo una puta neumonía.
—Te pondrás bien —insiste Naiko, aunque Edgar está equivocado sobre lo de las tres semanas, porque en realidad son algo así como dos—. No te pasa nada.
—No —Edgar cierra fuertemente los ojos. Naiko no sabe qué otra cosa hacer, además de levantarse y rozar con los dedos el pecho de él.
Edgar se encoge rápidamente.
—¿Qué pasa ahora?
—Le estoy escribiendo una nota a Dios. No puede llevarse estos pulmones. Los necesitas —decide Naiko, acercándose más a Edgar para seguir garabateando frases invisibles en su piel—. Los necesitas de verdad.
El silencio cae sobre ellos, y después de caer, no vuelve a levantarse. Los murmullos de Edgar sólo son fantasmas bajo el zumbido del aire acondicionado.
—Cuando supe que iba a morir, pensé «por fin, gracias», pero ahora, ahora yo... Sólo quiero un minuto más, un milisegundo más... Quiero más tiempo, contigo, Naiko... No te he amado todavía, no he acabado... —Y sus ojos se cierran antes de que Naiko tenga la oportunidad de cogerle de la mano y decirle que aún tienen tiempo. Que no hay prisa, que estarán bien, porque va a volver a casa y anotar todo esto (Edgar Gaete, ala oeste, habitación 2-20, Hospital de Santiago, que el taxi entre por la entrada del sur, aún no hemos acabado) para poder volver mañana, y el día después, y el siguiente...
—Mmm... Podemos intentar tatuar mi nombre... en tu cara —dice Edgar, tomando una larga bocanada de oxígeno de la máscara. La enfermera le había dejado sentarse en una silla de ruedas antes, le había dicho que estaba mucho mejor y que debería salir de la habitación. Intentar caminar por los pasillos, había dicho. Así que aquí están, dos pequeñas figuras envueltas en varias capas de lana y cachemir, respirando hondo el aire viciado de los interminables pasillos. El golpeteo regular de los talones de Naiko es reconfortante, casi un testimonio de la realidad de su existencia. Aún están juntos, los dos, están saliendo adelante un día más.
—Pero yo no puedo ver mi propia cara.
—Bueno, pues en la mía no puede ir. Estaría... horrible con mi propio nombre en la... cara —se ríe Edgar, balbuceando en su intento de tomar aire y apartando la mano preocupada de Naiko—. Quiero decir, la prensa ya piensa que... soy un narcisista. Imagínate... si se dieran cuenta de que llevo ese puto... tatuaje... ja.
No dicen nada, se limitan a mirar a los otros pacientes pasar. Es un tipo de paz bienvenida, de la que ya no tienen miedo, aunque al final Edgar vuelve a romperla.
—¿Vas a ir al... bar esta noche?
Naiko se encoge de hombros.
—A lo mejor esta noche no.
—Ayer... dijiste... lo mismo. —Edgar sonríe, con los ojos un poco melancólicos bajo el ocasional quejido del tanque de oxígeno—. Mañana, ve al bar. Tienes... que cantar. Es... lo que haces. Cantar. Vivir la vida.
—La estoy viviendo contigo —protesta Naiko—. Puedo cantar ahora mismo.
—No, no me tomes por idiot...
Pero Naiko canta, las melodías se escarchan, delicadas y traslúcidas a pesar del ambiente sofocante, cortando las protestas de Edgar al momento. Con vacilación, los dedos de Edgar empiezan a golpetear el reposabrazos de la silla de ruedas.
No le lleva mucho tiempo darse cuenta de que Edgar no sólo está siguiendo un ritmo, sino que sus dedos están bailando al son de algún tipo de magia, en el frío. Y cuando Naiko se arrodilla ante él, cara a cara, mirándose a los ojos, todo en perfecta sincronía, las puntas de los dedos de Edgar dan saltos sobre sus nudillos, ligeros y ágiles.
—Arabesque —susurra, y las palabras salen a la superficie como niebla blanca bajo el pláticos. Su mano da un pequeño salto—. Grand jeté —un giro de la muñeca, sus uñas giran y arrancan una risa de la palma de Naiko—, fouetté en tournant —los dedos de Edgar se escabullen por el borde de su palma y van hacia el dorso—, aquí un sissonne, uno, y dos, y... —los dos dejan de respirar momentáneamente, cuando sus dedos cruzan la muñeca de Naikoy suben por su antebrazo, su brazo, hombro, clavícula, cuello, labio inferior, y se detienen.
Comparten una sonrisa, durante la cual Naiko presiona sus labios contra los dedos de Edgar, amoldándolos fácilmente bajo la carne fría y demacrada. El rubor de Edgar es casi demasiado fuerte en contraposición al telón de fondo de su bata de hospital. Naiko piensa que podría estar brillando, quizá un poco como una luciérnaga.
Con el tiempo, su canción acaba, y la enfermera llama a Edgar para que vuelva a la habitación porque el aire sin filtrar no es bueno para sus pulmones. Nada es bueno para sus pulmones.
—Buenas noches, Naiko —exhala Edgar, mientras le inyectan su dosis diaria de morfina. Sus ojos empiezan a cerrarse, y Naiko sabe que se está aferrando a los segundos cuando dice—: Te amo.
—No, Edgar. Dime que nos veremos mañana.
—Naiko, a lo mejor no llego a...
—Tú. Dime. Que. —Y a Naiko le falla la voz de repente, sus palabras y sus pensamientos colapsan. Recuerda la forma en que los dedos de Edgar habían bailado con devoción subiendo por su brazo apenas unos minutos antes, como si hubieran nacido expresamente para ese único propósito, y ahora parece tan irreal ver a Edgar sedado bajo las mantas de la luz fluorescente, este Edgar que probablemente nunca volverá a bailar...—... mañana. Mañana...
Edgar pone la mano en el cuello de Naiko, lo acerca un poco más a él y le quita las lágrimas con el pulgar.
—De acuerdo. Nos vemos...
Las gotas de líquido que caen en sus vías se lo llevan antes de que pueda decir la última palabra.
Ya no hay más ayeres, y gradualmente, tampoco hay más «hoy», sólo mañanas. Se está acabando el tiempo. Las sombras se están volviendo demasiado largas, las luces parpadean demasiado lentamente, la canción del monitor siempre está a punto de convertirse en fuga. Siempre surgen risitas bajo el ceño fruncido de Edgar, y poco a poco se inflaman hasta ser una risa ronca. Demasiado alta. Demasiado apresurada. Se está riendo como si tuviera miedo de no volver a tener una oportunidad de reír. Como si tuviera miedo de que todas las luces se apaguen si no mantiene su fachada. Así que Naiko envuelve su cintura con un brazo, cuando nadie los ve, y presiona su frente contra la de Edgar. Le dice que está bien. Que no tiene que esforzarse tanto por reír. Que lo entiende, sea lo que sea.
—Estoy viviendo un tiempo prestado... ¿Cuánto crees que me cobrarán de intereses? —piensa Edgar un día, reflexionando sobre ello mientras la enfermera desliza un tubo de metal enorme en su espalda. Toma una larga bocanada de oxígeno y lo mantiene dentro a la vez que la sangre y el pus caen en un contenedor de plástico.
—No lo sé —contesta Naiko en voz baja.
—En los últimos momentos es cuando empiezas a... rezar... ¿llegaré al invierno...? Podemos preparar pizza juntos...
—¿Quieres pizza?
—Y entonces quieres más... ¿Llegaré a... besarte bajo el muérdago? Y... ¿llegaré a... Año Nuevo? Porque quiero, quiero comer... carne mechada, contigo. ¿Llegaré... a nuestro cumpleaños?... Quiero ver... el lunar de tu oreja... cuando me incline, para... susurrarte al oído... Enseñarte... luciérnagas de verdad...
—Ya basta, Edgar, llegarás a hacer todo eso. Ya hemos llegado al muérdago, hoy —insiste Naiko, señalando las cajas envueltas con colores neón al otro lado de la habitación—. Tenemos Navidad. Si hemos llegado a Navidad, podemos llegar a Año Nuevo también, y a nuestros cumpleaños, y puedo enseñarte mi lunar ahora mismo si tú...
—Y nunca es suficiente porque... cuando más tengo... más me doy cuenta de que... aún sigo sin tener.... Tantas cosas de ti... de nosotros...
—Podemos celebrarlo juntos —interrumpe Naiko—. Lo celebraremos todo juntos, ¿Dale? ¿De acuerdo? Pero por favor, no llores, Edgar...
—Eres tú... el que está llorando, Naiko.
—Cállate.
—No quiero morir aún, Naiko —dice Edgar, con una risa seca y gotitas de líquido desprendiéndose de sus ojos. Naiko no está seguro de si son las lágrimas que han caído sobre él, o si están saliendo de él.
Ya no puede hablar, le explica la enfermera jefe entre susurros, como si fuera un secreto terrible. Sus pulmones no le proporcionan suficiente oxígeno de por sí, y es mejor no agitarlo. Pero a Naiko en realidad no le importa, porque no necesita oír hablar a Edgar. Tampoco necesita tocarlo, ni verlo. Lo único que necesita es estar cerca de él. Saber que Edgar aún respira, que aún puede oírlo cantar para él, que sus labios aún pueden curvarse un poco con cada chiste tonto que le cuenta.
Naiko no acaba de entender por qué conoce a este chico, o por qué las rodillas le tiemblan automáticamente al ver el número de la habitación del desconocido. Pero bueno, no entiende un montón de cosas. Y a juzgar por el número de preguntas que Edgar le pasa, garabateadas torpemente sobre post-its amarillos, Edgar tampoco entiende.
«Un día mirarás al balcón de al lado y ya no verás a un hijo de puta fumándose un cigarro tras otro. Durante esos días, ¿estarás triste?».
Naiko levanta la vista del post-it, parpadeando con desgana.
—Ya estoy triste. Echo de menos verte en ese balcón.
No se le escapa la sorpresa que se refleja en la expresión de Edgar.
«¿Cómo sabes que era yo?», escribe Edgar, tan rápido que la letra es ilegible pero Naiko sabe lo que está preguntando, porque él mismo se está haciendo esa pregunta.
—Era sólo una impresión. —Naiko sonríe, y está muy contento de por fin, haber retenido algo en su memoria. A lo mejor, después de todo, tienen esperanza. A lo mejor mañana Edgar recuperará sus pulmones y Naiko su memoria, y al día siguiente podrán hablar de lo que hicieron mañana. Sobre notas tontas, manos temblorosas, ojos húmedos.
Esa noche, vuelve a casa con el nombre de Edgar en los labios. Repitiéndolo como si rezara, una y otra y otra vez hasta que es tan natural como respirar. Se lo lleva consigo en sueños, suplica un millón de veces que dios por favor le deje quedarse al menos con el nombre. Que por favor, al menos le deje tener a Edgar, que le deje atravesar sus sueños sin dejarlo atrás. No necesita saber nada, ni de su pasado ni de su futuro ni de sus cosas buenas o malas. Lo único que quiere es un nombre. Cualquier pequeño pedazo de Edgar Gaete.
Cuando Naiko despierta, se encuentra con un repertorio de post-its arrugados en sus bolsillos, cubiertos de garabatos apenas legibles de boli y lápiz. Los ha escrito una mano experta, pero temblorosa, con líneas que se convierten en espirales y apenas se mantienen enteras. Alisa el primer post-it sobre la palma de su mano, estirando cuidadosamente las arrugas.
«¿Crees que existe Dios?».
«Si hay un dios, ¿crees que me daría algo de tiempo extra? No tiene por qué ser mucho. Sólo una semana extra, o incluso un día. Cualquier cosa. No me importaría que fuera una hora. O un segundo. Quiero más tiempo. Sólo quiero más tiempo.»
«Estás llorando.»
«Tendría que haber dejado de fumar antes, ¿verdad?»
«Deja de ser tan valiente, Naiko.»
El último post-it es verde, con los bordes desgastados, las esquinas dobladas y ya está amarilleando. Es claramente más viejo que los otros dos. La letra es más decidida, escrita con tanta fuerza que las palabras están grabadas físicamente en el papel. Sin embargo, siguen siendo lo suficientemente claras como para que lo reconozca.
«Me llamo Edgar. Soy el escritor que vive en el piso de al lado. Nos vemos mañana, Naiko, ¡no lo olvides!»
A veces, cuando Naiko mira a Edgar en la cama del hospital, no está seguro de si está viendo al original o a un reflejo. Es casi como si el tiempo lo hubiera desgastado por fuera, como si lo hubiera vuelto transparente, y sólo hubiera dejado de él lo suficiente para ser una sombra. Naiko quiere hablar con él, pero la enfermera dice que es poco probable que Edgar pueda hacerlo, así que tiene que contentarse con mirar el «Edgar» que hay escrito apresuradamente en el dorso de su mano, y emparejarlo con la placa de «Edgar Gaete» que hay colgada a los pies de la cama.
Los segundos se refractan en almas caleidoscópicas sobre las sábanas, y Naiko los cuenta uno a uno mientras Edgar da vueltas. Unos quejidos débiles y silbantes llenan el silencio entre ellos cuando Edgar levanta un brazo, que Naiko agarra inmediatamente con ambas manos.
Los primeros murmullos de Edgar son casi indiscernibles bajo el soplo de aire que sale de su máscara de plástico, y repite lo que ha dicho con una determinación férrea hasta que Naiko lo capta, «¿Estarás aquí mañana?»
—¿Por qué?
—Ven mañana, es trece —dice el hombre, negociando por cada sílaba con profundas inhalaciones de aire—. Nuestro aniversario... mañan... media... doce... catorce... trece...
Naiko rehúsa. Edgar le guiña un ojo. Todo llega a su fin tan fácilmente... pero lo mantienen unido con un fino hilo de esperanza. Naiko no vuelve a casa esa noche. Les suplica a las enfermeras que le dejen quedarse a pasar la noche y milagrosamente, ellas acceden, aunque le dicen que tiene que estar callado, que Edgar necesita descansar. Porque la vida de Edgar ya no depende de nada más que un fino hilo de esperanza.
Intenta pasar toda la noche despierto, para poder mirar a Edgar a los ojos a la mañana siguiente y ser el primero que diga «Feliz aniversario a Edgar y Naiko», sin tener que mirar ninguna nota. Mañana, tiene que salvar a Edgar. Tiene que salvarlo. Recordarle.
La luz del sol flota en el sueño de Naiko, deriva en algo frío y salado y que tal vez implica talones hundiéndose en la blanda franja de arena que hay entre el océano y la playa. Se gira, y la arena húmeda se convierte en sábanas frías.
Cuando abre los ojos, y al cóctel de alas de gaviota y tonos de azul lo sustituyen una frágil línea verde que salta a través de una pantalla negra, una pequeña ventana al final de una estrecha habitación de hospital, y baldosas de plástico. Todo de plástico. No es su habitación, y no tiene ni idea de por qué se ha despertado junto a la cama de un desconocido. Hay unas palabras escritas en el dorso de su mano, un débil y borroso «acuérdate de Edgar, es nuestro aniversario mañana (13 de enero de 2014)».
Naiko se incorpora, la espalda le cruje y le duele el cuello de haber estado apoyado en el borde de la cama toda la noche. Y entonces se da cuenta de que el desconocido de la cama ha estado mirándolo, con un atisbo de sonrisa en sus facciones.
—¿Hola? —Naiko parpadea. El desconocido no responde, pero tal vez el borde de uno de sus ojos se encoge. Tal vez su pulgar tiembla. Naiko mira la placa que hay al final de la cama. Edgar Gaete.
Hay un torrente de aire perturbadoramente regular que sale de un extraño aparato de metal que hay junto a la cama. Naiko recorre con su mirada el plástico que sale de él y entra en la nariz de Edgar. Está a punto de hacer una pregunta, probablemente sobre el extraño mensaje que tiene en la mano, pero de repente, suelta un «Feliz cumpleaños, a nosotros».
El desconocido llamado Edgar Gaete parece tomar una bocanada de oxígeno extra profunda. Su mano se estremece entre el agarre de Naiko, y gradualmente, se vuelve a quedar dormido.
Naiko casi empieza a pensar que es normal, que probablemente el desconocido está cansado; pero el pitido constante del monitor con las líneas verdes se detiene, y algún tipo de alarma se activa, muy alta y ruidosa, y un montón de médicos y enfermeras entran a toda prisa y lo apartan, muy lejos, mientras intentan volver a despertar al desconocido. Y se da cuenta de que está mal. Todo esto está mal. Mal.
—Edgar Gaete, hora de la muerte, las nueve y veintisiete del trece de enero, año dos mil trece. Lunes.
Mal.
Y no es hasta que Naiko ha salido del hospital que las lágrimas le dan de lleno en la cara, lo cogen con la guardia baja y destrozan su cuerpo entero hasta que no es más que un millar de pedazos irreparables. No tiene idea de por qué parece que el mundo se ha acabado en un día de enero tan hermoso, o de por qué está llorando a lágrima viva en medio de la calle, como si no hubiera mañana. De por qué el nombre que hay escrito en el dorso de su mano le quema más que cualquier despedida.
Es viernes, a primera hora de la mañana de la segunda semana de julio, una hora en la que el mundo consiste en farolas inseguras, gritos de borrachos y ocasionales golpes de risa. A esa hora, sólo están ellos dos en el ascensor.
Acaba de volver del bar, y Naiko intenta luchar contra el cóctel de humo metálico y el fuerte olor a alcohol que hay en su pelo. Las últimas notas del saxofón anidan sobre sus dedos y el ritmo del cinquillo permanece bajo su piel, pero ninguna de esas dos cosas consigue distraerlo. Pero hoy se siente terriblemente vacío, como si alguien lo hubiera abierto en canal mientras dormía, le hubiera robado algo de dentro y lo hubiera vuelto a cerrar.
El desconocido, que sostiene un cigarro apagado entre los dientes, se gira primero. La luz poco favorecedora del ascensor le hace parecer cansado, y demasiado delgado, y en general, horrible. Naiko se pregunta, con el ritmo del cinquillo martilleando en sus venas, si la piel del hombre será tan de plástico como parece.
—¿Eres Naiko? —pregunta el desconocido, girándose justo a la vez que las puertas del ascensor se abren.
—Sí —responde Naiko, dando un paso vacilante hacia fuera del ascensor, con el otro justo detrás—. ¿Nos conocemos?
—No, la verdad es que no —sonríe el desconocido, extendiendo una mano—. Soy Ivan, era el editor de Edgar Gaete.
Algo dentro de Naiko se retuerce, pero no lo suficiente.
—Encantado.
—Estoy algo ocupado, así que seré breve —dice Ivan, sacando algo voluminoso de su maletín y entregándoselo a Naiko. Es una libreta, una vieja y desgastada por el uso, llena de tinta corrida y grafito por todas partes—. Esta es la última novela de Edgar Gaete. Escrita a mano y todo. Para ti.
Finalmente, Ivan desaparece por el pasillo y Naiko se encuentra a sí mismo sentado en el balcón, con la luz de la luna acariciando la libreta que hay sobre su regazo. La abre por la última página, sólo para comprobar si tiene un final triste, porque no le gustan los finales tristes.
«Me llamo Edgar. Soy el escritor que vive en el piso de al lado. Nos vemos mañana, Naiko. ¡No te olvides!»
Lloren conmigo :'( ¡Es horriblemente triste! lo sé :c
Espero les haya gustado esta historia tanto como a mi, y que la adaptación haya sido la adecuada. Amo el EdNaiko y siento que debía aportar al pequeño fandom que ama a esta pareja con esta historia u_u
ARRIBA EL EDNAIKO NO ME IMPORTA NADA VIEJAAAAAAAAAAH. <3
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Anterograde Tomorrow { Edgar x Naiko}
Fanfiction"Naiko está atrapado en las horas mientras que Edgar ruega a los segundos, porque el tiempo se detiene para los que no pueden recordar y vuela para los que no pueden perder el último tren." Es una adaptación, el original es del Fandom de EXO. Si ya...