Parte 3 : Mañana (1/2)

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La luz del sol flota en el sueño de Naiko, deriva en algo frío y salado y que tal vez implica talones hundiéndose en la blanda franja de arena que hay entre el océano y la playa. Se gira, y la arena húmeda se convierte en cálidas sábanas.

Cuando abre los ojos, al cóctel de alas de gaviota y tonos de azul los sustituye un techo un par de metros demasiado bajo, una pequeña ventana al fondo de una habitación estrecha y tablas de madera astilladas bajo alfombras gastadas. Es su habitación, aunque no está exactamente igual a como estaba cuando despertó ayer, porque hay post-its verdes pegados por cada centímetro de cada pared que él no recuerda haber puesto. Es como una segunda piel de coloridos textos, diagramas, números y fechas. La brisa mueve las cortinas y hace que las notas se muevan, sacando una melodía de aplausos del papel ligeramente húmedo.

Aunque a Naiko no le sorprende el estado de su habitación, sí le pilla desprevenido el apabullante número de post-its amarillos. Sin embargo, la confusión se convierte automáticamente en sonrisa cuando sale al balcón y se encuentra con una figura apoyada sobre la barandilla de al lado.

—¿Has leído los amarillos? —pregunta abruptamente el desconocido, con un brillo en sus pupilas que se vuelve travieso al observar la mirada mate de Naiko—. Entra y léelos. Y ábreme la puerta cuando toque.

Así que Naiko entra, los lee y abre la puerta cuando Edgar toca. Diez minutos más tarde, están ocupados preparando el desayuno en la cocina, mientras Edgar se palpa el estómago, contando las montañas que son sus costillas y arruinándolo todo de la manera más perfecta. La incomodidad se marcha y todo avanza con paso suave, deslizándose entre brazos alrededor de cinturas y barbillas hundidas en los hombros del otro.

A lo mejor esto puede repetirse para siempre, piensa Naiko. Tal vez un día se despertará siendo un anciano y Edgar seguirá hincándole el dedo en el estómago, susurrando provocaciones incoherentes en su oído, y convirtiéndolo todo en un desastre, como hoy. Se comerán el desayuno juntos en el balcón, con los pies arrugados enfundados en unas mullidas zapatillas de estar por casa y su pelo cano demasiado ralo como para esconder sus radiantes sonrisas. Eso le gustaría.




La forma de hacer el amor de Naiko y Edgar se resume en insulsos grabados sobre páginas raídas, compilados en una pequeña lista que Edgar ha titulado Cosas que a Naiko le ponen. En contadas ocasiones ocurren combustiones espontáneas al caerse un bolígrafo, y normalmente, Edgar amolda sus manos a los escalofríos de Naiko.

Por norma general, están hechos de noches normales y corrientes en el bar, cuando todos los demás los han abandonado, con un vaso de whisky sin tocar como árbitro. Naiko se descubre a sí mismo mirando fijamente de forma estúpida el rostro de Edgar mientras canta, reflexionando sobre cómo es posible que alguien pueda parecer tan perfecto y tan destrozado a la vez. Hermoso como un dibujo a tinta, con la felicidad derramándose por sus contornos como té envejecido, Edgar es como un artefacto de perfección perdida... Aunque la parte perfecta muerde el polvo en cuando alza la vista y, al encontrarse con la mirada de los enormes ojos de Naiko, le lanza un guiño.

Hay algo en el guiño de Edgar que hace que a Naiko esté a punto de caérsele el micrófono y de perder el ritmo de la canción. No pasa mucho tiempo hasta que Naiko se pierde por completo, porque Edgar ha acortado la distancia que los separa, sus preciosos labios respiran blues sobre transpiración brillante. El corazón de Naiko golpea con fuerza su pecho cada vez que sus muñecas chocan de forma semi-intencional, y con cada susurro de «te reto, atrévete».

El juego de desafíos se vuelve letal cuando la puerta del salón se cierra y deja a Edgar estampando a Naiko contra la pared.

—Di eso otra vez. ¿Que me retas?

Las palmas de sus manos y sus rodillas se deslizan sobre los muslos del otro, susurros incoherentes puntúan cada gemido y cada jadeo. La urgencia acaba con todo lo demás y la frustración guía sus manos cuando bajan la cremallera. O tal vez no es la frustración.

Tal vez es sólo la urgencia, porque siempre tienen prisa, porque los granos de arena se desvanecen de las líneas de sus manos. Porque a medida que el invierno se convierte en primavera, su forma de hacer el amor se aleja de las embestidas bruscas y de las miradas ardientes, y se parece más a silencios húmedos atrapados en las sábanas en el apartamento de Edgar. Porque cuando la primavera llega, las montañas desaparecen y sólo dejan un rastro constante de depresiones.




Naiko se despereza sobre la cama de Edgar, viendo cómo las cortinas inyectan soplos de vida en los post-its amarillos que cubren las paredes, mientras que Edgar une sus dedos pulgares sobre la base de su garganta. Un susurro distraído fractura la calma.

—Lo siento.

El aire resuena, no por la pequeña disculpa de Edgar, sino por las bocanadas de aire que silban al entrar a sus pulmones. Naiko desliza una mano bajo la camisa de Edgar, y cuenta con el dedo índice sus costillas. Va dejando atrás pequeñas huellas de sudor pegajoso y semen, murmurando tranquilizadores «una, dos, tres...». Edgar se sobresalta, sorprendido, y Naiko le da un beso en los labios para borrar su sorpresa.

—Sshh. No lo sientas.

A Edgar le lleva un rato muy largo relajarse a pesar de las caricias de Naiko, y deja que el otro presione las palmas de sus manos contra sus costados y lo pinte de calidez y comodidad.

—Es sólo que ni siquiera puedo... amarte como es debido.

Naiko resopla, le clava un dedo entre las costillas, y Edgar estalla en carcajadas. Naiko le sujeta hábilmente la cara entre sus manos y se inclina para darle un beso más largo y más profundo. Hay una sombra desvaída y violeta bajo sus cuerpos cuando Naiko se separa, dejando que los matices de su vista se muevan a la deriva, de forma letárgica.

—Edgar, escucha. No me importa el sexo. Ya está mejor que bien así. Ya estamos haciendo el amor.

El más alto hunde su rostro en la almohada. Naiko lo hace levantarlo a la fuerza. Edgar desvía la mirada. Naiko le coge la cara para obligarlo a que lo mire. Al final, Edgar rompe en una risa ahogada.

—Me estás matando, Naiko. De verdad, me estás matando.

—¿Por qué?

No hay respuesta, así que Naiko piensa que tal vez es otra de esas cosas que Edgar dice sin razón. Una de esas cosas que viene y va. Conforme el cielo se oscurece, la pregunta se disipa junto con la luz, y ya no regresa.





—¿Adónde va un pensamiento cuando lo olvidas?

—No lo sé. ¿Lejos?

—Eso es muy vago.

—Yo no soy escritor.

—No seas tan vago.

—Bueno, se muere. El pensamiento se muere.

—¿Y si no quiero? —Edgar abre y cierra su encendedor, viendo cómo la lengua de fuego titila en torno a la tapa de hierro—. No me dejes morir, Naiko. Prométeme que me recordarás.

—Dale. Te lo prometo. Te recordaré.

—Para siempre.

—Para siempre.

A veces la verdad duele más que la mentira, y a veces la propia mentira es lo suficientemente dolorosa como para destrozar a Naiko.

—¿Me amarás mañana?

—Por supuesto.

—Prométemelo.

—Te amaré mañana, y te recordaré para siempre. Ahora dame el mechero antes de que le prendas fuego a mi casa.

Edgar le escribe una nota para asegurarse de que mantiene su promesa. «Me llamo Edgar, soy el escritor que vive en el piso de al lado. Nos vemos mañana, Naiko. ¡No lo olvides!». Naiko se echa a reír al ver los signos de exclamación, Edgar le golpea en el hombro y ambos ruedan bajo las sábanas, sintiendo una ligera esperanza. Naiko imagina que las mentiras también son lo que mantiene a Edgar entero, así que a lo mejor puede permitirse mentir un poco.

Pero al final, la esperanza se acaba y las mentiras se quiebran. La voz de Edgar es bajísima y triste cuando susurra en el pelo de Naiko.

—Sólo tengo dos cosas en este mundo, Naiko. Tú y el baile. Eso es todo lo que tengo, y pronto me arrancarán el baile de los huesos, y finalmente también me separarán de ti...

Naiko deja que Edgar deslice una mano por su cuello y lo atraiga hacia sí para abrazarlo. El fuego se apaga y la oscuridad lo inunda todo. Afuera está lloviendo, las gotas repiquetean en el alféizar de la ventana.




Hay momentos en los que Naiko está viendo a Edgar bailar y se da cuenta de que los movimientos de Edgar llevan cierto retraso, no demasiado significativo, pero retraso al fin y al cabo. Sacudidas dubitativas de las articulaciones, miedo y deseo mezclados en esa vacilación delatora. Es como si sus músculos estuvieran esforzándose por llegar a algo pero sus tendones los retuvieran, como si estuviera condenado perpetuamente a perseguir una melodía que siempre va un tiempo más rápido que él. Probablemente el mismo Edgar también se ha dado cuenta, el brillo de frustración y aflicción que se dilata en sus pupilas es inconfundible.

Pero al final, incluso esos momentos desaparecen. Ya no hay frustración ni pena, no hay movimiento, no hay más esfuerzos, nada. Sólo una aparición que se sienta en la otra punta del bar, desintegrándose lentamente y convirtiéndose en partículas de polvo y luz.

Entonces están los momentos en los que Naiko, mientras canta, se da cuenta de cómo Edgar aprieta y afloja un puño, de las marcas de mordiscos en su labio inferior, de sus ojos apagados, sus hombros hundidos. Todo se derrumba pero no con un grito, sino con un ineludible jadeo al intentar tomar aire. Suavemente, sin pausa, inevitablemente.

Y finalmente, la frase que describe a Edgar como bailarín en la última página de su libro de recortes se convierte en algo parecido a una mentira, porque Edgar ya no puede bailar. Y tampoco es un escritor, en realidad. No parece que sea el hombre que describe la página. No parece un humano en absoluto, sino un cadáver que repite al final de cada hora: «Naiko, ¿recuerdas cuando...?».





Naiko está a medio camino entre sofocado y escaldado por el calor de la noche de verano cuando entra en el ascensor de su edificio. Es 12 de julio, una hora en la que el mundo consiste en farolas inseguras, gritos de borrachos y ocasionales golpes de risa. A esa hora, sólo están ellos dos y una excesiva paz.

Acaba de volver del bar, y Naiko intenta luchar contra el cóctel de humo metálico y el fuerte olor a alcohol que hay en su pelo. Las últimas notas del saxofón anidan sobre sus dedos y el ritmo del cinquillo permanece bajo su piel, pero ninguna de esas dos cosas consigue llenar el abismo que hay entre él y el desconocido.

El desconocido, que sostiene un cigarro apagado entre los dientes, se gira primero. La luz poco favorecedora del ascensor envuelve su piel con un tono cetrino y un pesado velo de letargo. Naiko se pregunta, con el ritmo del cinquillo martilleando en sus venas, si la piel del hombre será tan de plástico como parece.

—Qué calor. La temperatura... Hace calor —dice, extendiendo una mano que Naiko estrecha con vacilación. Su apretón es de dedos largos y sorprendentemente fríos, uñas cortas y limadas y una piel curtida y tirante sobre unos nudillos huesudos. Pero por encima de todo eso, está temblando, advierte Naiko. Sus dientes castañetean y apenas puede mantener el contacto visual.

—Um —responde Naiko. Quiere preguntarle al desconocido si se encuentra bien, por qué está temblando de esa manera, pero las palabras se pierden entre los chirridos del ascensor llegando al piso y el parpadeo de la bombilla fluorescente—. Sí... Hace calor hoy.

El desconocido no dice nada, apoya la espalda contra la pared del ascensor y deja que sus ojos se deslicen a lo largo de la figura de Naiko, como si estuviera esperando que lo reconozca. Es la clase de mirada que hace que Naiko se encoja dentro de su chaqueta, aunque una fina capa de tela poco puede hacer para esconderlo de las pupilas fijas del otro. Parece que el tiempo se para hasta que las puertas del ascensor se abren, y Naiko suelta una bocanada de aire que no sabía que estaba conteniendo.

Sólo después, cuando Naiko ya está caminando por los pasillos del edificio y nota que el extraño lo está siguiendo, se da cuenta de que probablemente no sea la primera vez que se ven.

—¿Te conozco de algo? —pregunta al fin, y su voz retumba intranquila por los largos pasillos. El desconocido se ha parado en la puerta contigua, y está girando un llavero en torno a su dedo índice. Un rayo de luz de luna atraviesa la verja y arranca un destello de algo que hay en su traje. Naiko ve un collar, brillante y aparentemente caro. Demasiado caro como para pertenecer a alguien que vive en este tipo de residencia.

—¿Tú crees? —el desconocido frunce el ceño, y lo que dice suena mucho más a súplica que a pregunta.

Naiko se arranca las pelusas del bolsillo, nervioso. No recuerda haber visto la cara del desconocido cuando ha comprobado su libro de recuerdos y los post-its verdes de sus paredes antes. Pero a lo mejor se ha saltado una página. Ya le ha pasado en otras ocasiones. Se apresura a buscar en su mochila, pero una risa más parecida a un ladrido lo interrumpe.

—Así que no te acuerdas. ¿De nada en absoluto?

—¿Qué? ¿Qué se supone que tengo que recordar?

—Nada. En serio, nada —el desconocido se ríe, o quizá solloza, mientras que se apoya contra la puerta del piso contiguo y se deja caer. Incluso en la oscuridad, el brillo del miedo que destila su sonrisa torcida es distinguible. Hace que parezca más joven de lo que es, de una forma que casi da lástima.






La sandía sabe a ventanas sucias y al aire de una melodía oscura e invisible que se descompone en las venas. A Naiko le resulta difícil tragar. Todo es imperceptible hoy, todo se balancea en el borde de la existencia.

—Edgar —dice, cogiendo las semillas negras con dedos cuidadosos—. ¿Por qué estás tan callado?

—Siempre he sido callado —responde Edgar.

Están sentados con las piernas cruzadas en el balcón de Naiko, con las paredes mohosas tras ellos y un país de suburbios infinito y eterizado por delante.

Anterograde Tomorrow { Edgar x Naiko} Donde viven las historias. Descúbrelo ahora