Nueve, Ocho, Siete

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Sus cabellos azules danzaban locos por el aire, como si alguien se los quisiera arrebatar. Sonreía. Sus ojos de gato me miraban a través de dos cristales opacos que se oponían entre ella y yo. Y volvía a sonreír. El carmín dibujaba una curva, formaba un hoyuelo, movía una perforación negra. ¿Es que esperaba la mía? No. Yo ya estaba sonriendo desde hace tiempo. La adrenalina me obligaba a soltar carcajadas como una hiena, y no lograba escuchar nada más que el aire golpeando los obstáculos de mi cara. Me encerró poco a poco en su mundo, más grande que aquel en el que vivíamos. Me enseñó la necesidad de ir más allá. Y el tiempo,como un caprichoso niño asesino, nos aceleró el momento, mientras nuestros pies se empezaron a llenar de musgo en aquel descapotable que corría entre los desfiladeros.

Éramos tan libres... Demasiado, tal vez.

Dormía. Yo fumaba un cigarro. Lo masticaba. El aroma a nicotina en mi aliento calmaba mis deseos. Prometí que lo dejaría. Me odiaba.

Los recuerdos duelen más cuando cae la noche. Cuando te taladran la nebulosa de tu mente. Se desvelan, y no te dejan dormir. Te hacen sufrir porque mueres antes, y así se liberan de tu cuerpo. Son vampiros en tu mente que pocas veces se despiertan por el día, y suele ser en la oscuridad. En la soledad, cuando nadie puede escucharte llorar.

Pero sus besos lo arreglaban todo. Alejaban esos demonios. Mis preocupaciones, transformadas en humo, la despertaron. Soy tan idiota. Solo pienso en mí. También pienso en ella, pero no lo parece. Tal vez ese fuera el problema. Tal vez también fuera la solución. Y vimos el horizonte de la ciudad a través de la vieja ventana. Era un cuadro hermoso, pero sobraban demasiado factores.

Ella siempre me acariciaba por las mañanas, sola. Yo no estaba. No estaba desde los veinte. Ella no se enteró hasta los veinticuatro. Y lo peor es que aún tenía esperanzas en mí. Los humanos parecían preparados para acostumbrarse a cualquier tipo de dolor, así que si no me había suicidado es que todavía habían esperanzas. Lo que ella no entendía es que ya lo había intentado varias veces, sin éxito. La vida me hizo inmune a la muerte. Aunque de cierta forma acertó, pues lo dejé de intentar cuando la conocí.

El tiempo dejó de ir lento cuando se cansó de esperarme.

Y sabía que ella no debía estar conmigo, porque era jóven y tenía derecho a vivir. Las lágrimas se asomaban por mi ojo con recelo, y temblaban un poco antes de saltar y dejarse caer de forma irregular por mi mejilla. La tinta se trababa en aquel boli viejo, y eso me ponía de los nervios. No veía bien lo que escribía, pero sabía que estaba bien. Las trivialidades eran perfectas, los sentimientos escondidos. Todo estaba en su lugar, menos yo. Cogí la chaqueta, saqué la maleta que tanto tiempo llevaba preparada. Mi sangre se esparciría por toda la casa cuanto más tiempo pasara allí. No quería ahogarla más. Visité una vez más el cuarto, y me quedé mirándola. Quería tener una conversación banal más. Quería un beso más. Quería darle una explicación con mis labios de papel de lija, y sentir el miedo de que no se la creyera. Pero no podía. Me mordí la boca, aprendí a callar, e hice sonar mis pisadas levemente con la esperanza de que se despertara y me detuviera. Me diera las razones para quedarme que yo no supe encontrar. Pero no lo hizo, y dejé de pensarlo. Era lo mejor para ella, ¿no? Creí que alejarse sería la solución, por mucho que me doliera.

Y cuando cerré la puerta, sentí como llamaba mi nombre.

Desde aquel día y sin avisar, decidí jugar al escondite. Pero ésta vez las reglas cambiaban, pues no quería que me buscara.

Escondite Para EstúpidosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora