Sueña Pablito

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Luz, sombra, y de nuevo la luz se colaba entre las rendijas del camión. El cambio del clima comenzaba a notarse en la presencia del alba. Aquel frío seco del altiplano acariciaba sus mejillas paspadas por última vez; el olor a tierra de las papas se colaba en su nariz, haciéndolo sentirse aún en casa.

Pablo dormía sobre los costales, su cabello negro cubierto por un lluchito se dejaba ver apenas, y sus manos morenas se cerraban sobre una chuspa. El camión paró pausadamente mientras bajaban la carga.

—Despertate, ya estamos en el Rodríguez— el chofer le dio un brusco empujón y sacó el costal sobre el que Pablo apoyaba la cabeza.

El niño abrió los ojos con pesadez, incorporándose. Los ruidos tan diferentes al del campo se escuchaban. Bocinazos, habladurías, gritos, motores... El aire también era diferente, más pesado; menos frío.

— ¡Ya bajete pues!— le gritaron.

Apenas bajó del camión, los puestos llenos de verduras que las vendedoras acomodaban le parecieron curiosos. El suelo empedrado se sentía diferente a la fría tierra altiplánica bajo sus abarcas. No levantó la vista del suelo, una papa rodaba por la inclinada calle hasta detenerse bajo sus pies. Se agachó a recogerla e inmediatamente se la arrebataron de las manos. Levantó la vista hacia la cholita que lo contemplaba como si fuese un ladrón.

— ¡Pablo! ¡Vení pues!— escuchó el grito de su madrina. Buscó en varias direcciones y la vio junto al chofer del camión que lo había llevado a la ciudad.

Se aproximó con cautela, un poco cansado.

—Apúrate pues.

Caminó tras ella. Su madrina, la hermana de su mamá, era una cholita simpaticona que atendía un puesto en el mercado. Era tan activa y vivaracha que siempre andaba de un lado al otro con paso apresurado. Aquel momento no era la excepción. Recorría la ruta que se sabía de memoria, casi al trote, mientras su ahijado trataba de seguirle el ritmo, abriéndose paso entre la gente, sin la costumbre de encontrarse inmerso en la multitud.

—Tomá, con hambre debes estar— le extendió una naranja de su puesto, el cual estaba siendo atendido por la Sarita.

Se colgó bien la chuspita al hombro y peló la naranja con sus manitos llenas de tierra por el viaje. Chupando la fruta se sentó en el suelo junto al puesto. Curioso y expectante miraba pasar a la gente. Todos parecían apresurados; muchas señoras de todas clases caminaban de puesto en puesto, llenando sus bolsas de mercado con los productos de Rodríguez.

A sus diez años Pablo realizaba su primera visita a la ciudad. En realidad, migraba del campo a casa de sus padrinos, puesto que sus padres no podían mantener siete hijos. Pablo iba a trabajar con Félix, su padrino, quien era chofer de minibús.

En la mañana se la pasó acompañando a su madrina y a su prima Sarita. Al medio día le ofrecieron un platito de metal y una cuchara con una sajta de pollo. Muerto de hambre devoró la comida, en su pueblito cerca al lago no había comido nunca ese plato tan típico de la ciudad.

No hablaba mucho, era tímido, desconfiado y mucha autoestima no tenía. Entendía que se había ido lejos de su hogar porque era un gasto y, de alguna forma, desde la ciudad debía ayudar a su familia del campo, como su hermana había hecho hacía algunos años atrás.

En la noche ayudó como pudo a cerrar el puesto y su madrina le cargó el aguayo con frutas a su espalda. Caminaron a la parada y esperaron un minibús, cargaron todo adelante y se dirigieron a Rio Seco, donde se encontraba su nueva casa. El ajetreo del bus sobre la calle lo hacía brincar, pero el muchacho que gritaba la ruta por la ventanilla le llamaba más la atención, lo suficiente como para contemplarlo; inmerso en sus cavilaciones asimilaba cada acción, cada gesto, cada señal de su futuro símil.

Quimérica realidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora