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Observando por la ventana la hermosa Luna, grande, plateada y solemne, completamente majestuosa en el cielo. Robert comenzó a recordar esos bellos años en los que podía transitar en las calles y bellos parques junto a Mery. Mery su bella esposa.

La hermosa mujer que nunca se dejó doblegar y que confrontó junto a él al Estado opresor. Aquellos años en que todo el miedo, incertidumbre, muertes y verdades se desató...

Aún recordaba los rostros de los jóvenes, niños y adultos horrorizados. Esos rostros que lo perseguían cada día y cada noche.

Aún recordaba con claridad la transición que provocó el ejército en el País. Aún recordaba los gritos y llantos de sufrimiento y pena, tanto por torturas como la muerte de un ser amado.

El fuego evanescente que destruía todo a su paso; hombres, mujeres, familias, hogares, recuerdos... Pero todo aquello cesaba al recordar a su amada, aquella mujer que amó de todas las formas habidas y por haber.
Aquellas hermosa mujer que encontró mutilada en una trinchera de camino a casa, en aquel fatídico día de otoño en el que su mundo se desmoronó.

Ese... ese era el rostro que más le perseguía y torturaba, cada archivo de su vida, desde hace más de tres décadas.

Ahora que observaba la luna, la hermosa luna que le recordaba los bellos ojos de su amada, la maldita luna que le hacía sufrir cada noche.

A pesar de haber quedado ciego, aún la podía recordar. Esa oscuridad infinita y eterna que nunca lo dejaría descansar, aquella tortura eterna que lo hacía desear morir. Pero incluso en eso su cuerpo lo traicionaba, postrado en estado vegetal por más de veinte años, el ciclo de tortura se repetía día a día, segundo a segundo y sin la libertad de poder matarse para ser libre de ella.

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