2. Zapatos de cartón

12 2 1
                                    

Hace quince años.

Crish, crash, crish, crash, crish, crash...

Llevar aquellos zapatos no le privaba de orgullo. De hecho, lo engrandecía considerablemente. Samir correteaba por las callejuelas del duodécimo distrito, el más pobre y el más marginal de la ciudad de Palatinópolis. A sus ocho años casi llegaba al metro cuarenta, una estatura considerable para su edad. Se colaba entre los viandantes que, unos, iban a hacer la compra de la mañana y, otros, iban al trabajo.

La calle estaba mal asfaltada. Todas las del duodécimo distrito lo estaban. El asfalto, levantado, dejaba ver retazos de barro y vegetación. Especialmente cuando llovía como la noche anterior: entonces los charcos alimentaban la tierra y se colaban por las numerosas y abultadas grietas, haciendo casi imposible andar sin levantar agua con cada pisada.

Crash, crish, crash, crish, crash, crish...

Aquel era el sonido que hacía el cartón cuando tocaba el suelo. Golpeaba el pavimento con la violencia que tiene el ávido paso de un niño y, al levantarse, arrastraba tras de sí una cortina de agua conformada por gotitas minúsculas que iban esparciéndose a su alrededor. Avanzaba – corría, más bien – ágilmente hacia la lonja. Su misión era la misma de cada día: comprar lo que hubiera en la lista que su padre le había dejado sobre la mesa antes de ir a trabajar. Y había que reconocer que esa misión le iba como anillo al dedo pues ni un sólo día había fallado a su deber. Casi se sentía como un súperhéroe que vela por el bien de una ciudad o, en aquel caso, de su casa. Además, sus zapatos de cartón (una base de cartón forrada con plástico para que no se mojase con un cordón atado para sujetar el pie) le daban un valor más heroico.

«¡Hola Samir! Dejame ver la lista, a ver qué te pongo hoy» le saludó el carnicero. Era un hombre de corte británico y cuando Samir cumpliera los quince podría compararlo perfectamente con Thom Yorke, con la salvedad de que aquél no tenía una paralísis facial. Cuando cumpliera los quince, y en adelante, se enamoraría perdidamente de Radiohead y de A moon shaped pool.

Completó todas sus tareas matinales media hora antes de lo previsto. La lista de la compra se había puesto a dieta durante el último año («no está siendo un tiempo fácil, Samir, y por ello tenemos que poner a dieta la lista de la compra» le había dicho su padre) y, como consecuencia, ahora apenas tenía dos o tres elementos. Algo de carne o pescado (barato, por supuesto, aunque aún no comprendía qué era barato o qué era caro), algo de beber (agua síntetica, la bebida más barata del mercado después de que el agua real fuera declara un bien protegido y su control y precio se inflaran hasta cifras desorbitadas) y pan.

El mundo estaba cambiando mientras Samir volvía a casa. Las personas habían comenzado a ser más avariciosas y reservadas, y tener una conversación amistosa (¡ni hablar ya de amistades duraderas!) estaba reservado para gente de especial confianza. El mercado había comenzado a ser excesivamente privativo y los bienes escaseaban a causa de la pésima gestión que había tenido la generación anterior a la de su padre. Las ciudades habían comenzado a ser divididas en distritos. Ahora las zonas pobres estaban muy bien diferenciadas de las zonas de más bonanza económica y era muy extraño que habitantes de una mitad visitara la otra.

El trabajo, no obstante, había crecido. Con el boom que supusieron los distritos y la masificación de la población urbanita había vuelto la burbuja inmoviliaria, sólo que ahora los salarios eran insultantemente bajos y las jornadas laborales insultantemente largas y duras. ¿Medidas de seguridad? ¡Vete a vivir al distrito primero o segundo, pobre de mierda!

Y esa era, precisamente, la situación del padre de Samir. Su trabajo, de Sol a Sol, consistía en trepar andamio tras andamio sin ningún tipo de seguridad. No hacía falta. La vigilancia y la repercusión mediática, ésta última más importante, era nula en los distritos marginales. Ello, sumado a la necesidad que se palpaba con sólo caminar por sus destrozadas calles, hacía de estos lugares una golosina para el empresario. Podía pagar salarios muy bajos y no gastar nada en medidas de seguridad porque siempre tendría a gente dispuesta a hacerlo por menos.

La educación era otro caos y, de nuevo, los distritos menos agraciados corrían la desgracia de no tener acceso a ella. Era, por así decirlo, un caso de autodidactas. Los padres enseñaban a sus hijos lo más básico, lo que ellos habían aprendido de pequeños.

Finalmente el Sol decidió esconderse detrás de los edificios casi derruidos del décimo tercer distrito, el último de todos. Samir esperaba a su padre leyendo uno de los libros que había encontrado que en el vertedero público. A veces, por la tarde, iba para investigar. Soñaba con encontrar barcos, duendes o grandes fortunas (un paquete de chicles a estrenar o un balón de fútbol con aire suficiente para darle varias decenas de patadas). Pero, sin duda, el mejor tesoro que había encontrado era aquel libro. Sus hojas aún guardaban el aroma característico de una historia, de una aventura, de una vida. De mayor lo encontraría en la estantería de su casa. Cuánto había cambiado su suerte desde aquel momento. En su tapa bailaban unas letras que rezaban La Colmena y Camilo José Cela.

«¿Y qué has hecho hoy, Samir?» le preguntaba cada noche su padre.

«¡He vuelto a completar mi misión, capitán!» le contestaba.

«Hoy tengo que contarte algo. Escúchame atentamente... hoy ha venido un señor a nuestra obra y nos ha cogido a varios trabajadores. ¡Venía del tercer distrito, Samir! Me ha dicho que allí todo es diferente, que necesitan mano de obra y que nos pagarán mejor. He aceptado sin pensarlo. ¿Lo entiendes? ¡Vamos a vivir en el tercer distrito! Tendremos una casa nueva y más grande y tú podrás ir al colegio. ¿No es maravilloso?»

2071 (actualidad).

Dejó La Colmena en el estante. Cuántos recuerdos le traían aquellos personajes que dialogaban en la portada. Dejó La Colmena y se sentó frente al ordenador portátil. Decidió que era un buen momento para continuar su novela. Zapatos de cartón.

QuiromentalDonde viven las historias. Descúbrelo ahora