Han pasado ocho años, ocho años que se me han hecho eternos. Aunque parezca imposible, he sido incapaz de olvidarme de aquel niño que encontré en el Aeropuerto, Mike.
Dentro de una semana me tocaría ir de viaje de fin de curso con toda mi clase. Efectivamente, a Paris. Esas son las típicas casualidades cliché de cualquier novela, pero en mi caso se hizo realidad. Estaba realmente nerviosa, más que cualquier otra vez. También estaba dispuesta a encontrar a Mike, aunque la ciudad fuese grande. Dudaba que nos dieran muchas oportunidades para salir sin profesores, pero habría que intentarlo. Si tan solo le hubiera hecho más preguntas las cosas serían más fáciles, pero con diez años no tenía mucha capacidad para pensar.
Estaría una semana. ¿Sería suficiente?
Dos días antes mi madre ya tenía las cosas claras.
—Te metí en la maleta un pijama, dos vestidos, camisas, pantalones y un jersey por si hace frío -explicó, señalando la maleta abierta y desordenada —. En aquel bolso hay un cepillo, botes y maquillaje. No sé si querías que metiera el bolso dentro, pero sácalo si quieres.
—Calma mamá, ya me ocupo yo de esto. Y sí, sacaré el bolso.
—Bueno, vale —dijo en tono más bajo—. Si necesitas algo estaré en la cocina.
Sonreí y ella me abrazó. Ella siempre se preocupa por mí, aunque a veces siga pensando que me he quedado en los diez años y que necesito ayuda para todo.
Miraba el calendario cada poco, una y otra vez. También el reloj y todo lo relacionado con la hora y los días. La semana que faltaba para irme se pasó volando, y cuando me di cuenta ya había llegado el gran día.
Mi padre me llevó al aeropuerto, donde ya estaban muchos de mis compañeras esperando. Entre ellos estaba Nalia, mi mejor amiga, quien corrió a ayudarme a descargar las maletas del coche. Parecía feliz, demasiado feliz diría yo.
—No he dormido nada —dijo, suspirando.
—Pues no lo parece, estás muy despierta por lo que veo -respondí.
—La magia del café —contestó y soltó una carcajada.
Me despedí de mi padre y le pedí a Nalia que me acompañara a un lugar donde estuviéramos más o menos solas, pero donde nadie pudiera molestarnos. Debía contarle algo.
—Escucha, necesito contarte algo, pero no quiero que me tomes como una loca.
—Dime.
—Hace ocho años conocí a un niño en este mismo aeropuerto. Era raro, muy raro. Sus ojos eran rojos, y no te lo digo de broma. —Hice una pausa para observar a Nalia, estaba sorprendida
—Le pregunté el por qué de ese color de iris y no me respondió. Al irse me dejó ver una marca en su brazo izquierdo: una estrella negra.—¿Qué? —interrumpió.
—Sí, y me dijo que se iba a mudar a Paris. Al grano, que quiero buscarle. ¿Me ayudas?
—¡Claro que sí! —exclamó.
No esperaba ver esa reacción en ella. Pensaba que se negaría a ayudarme o que se reiría de mí, pero al parecer me creyó.
—Perfecto, gracias. Y por si te interesaba saberlo, se llama Mike.
En el fondo no tenía muchas esperanzas. Es decir, habían pasado ocho años. ¿Qué posibilidades había de que él siguiera ahí? Sería como buscar una aguja en un pajar, si es que seguía viviendo allí, claro. Pero repito: lo intentaría, no perdía nada por hacerlo.
Dos horas esperando para embarcar, tampoco fue tan malo. Nos subimos al avión, yo y Nalia nos sentamos delante, cerca de los baños. La azafata nos explicó todas las medidas de seguridad y precaución que debíamos tomar en caso de emergencia. Nadie le prestó mucha atención, excepto yo. Si hubiese llegado a ocurrir un accidente yo habría sido la única superviviente, supongo.
ESTÁS LEYENDO
Estrellas negras
RomansaLina, una chica de ocho años que por pura casualidad había encontrado a lo que diez años después se convertiría en un amor prohibido que trataría de protegerla a toda costa de seres malvados.