Culpables, sin culpa

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Después de otra calurosa y agotadora mañana, don Elías regresaba a su humilde hogar muy contento de haber conseguido —al fin— un poco de trabajo, por lo menos para los siguientes días que restaban en el mes. Llevaba dos semanas completas buscando empleo en todos los lugares posibles y aún en aquellos que desconocía; sin embargo volvía a su hogar sin tener mucho éxito en su objetivo pues él no era el único desempleado, era uno más en la extensa fila de caminantes que buscaban subsistir en una sociedad que se oponía diariamente a abrirles sus puertas. El único sustento que tenía junto a su esposa era la venta de la poca leche que generaba su flacucha vaca, que cada vez se resistía a dar más.

Las buenas noticias descansaban todavía en boca de don Elías, que esperaba sorprender a su esposa cuando la encontrara en la pequeña hornilla buscando qué cocinar para que pudieran almorzar. Si hay algo que siempre le sorprendía y admiraba en Julia, su esposa, era que de una u otra manera ella lograba hacer milagros con lo poco que poseían, no recordaba ni un tan solo día en el que no tuviera lista la comidita en la mesa y aunque no quedaran del todo satisfechos ninguno de los dos hacía mención de ello, porque al menos les bastaba para sobrevivir un día más, ella, su esposo y el pequeño ser que crecía en su vientre.

No estaban en condiciones para procrear un hijo pero después de quince largos años de esperar un bebé, para Elías y Julia en lugar de causarles tristeza fue para ellos la mejor noticia nunca antes recibida, pues Julia ya estaba llegando a sus cuarenta y dos años y Elías ya pasaba los cincuenta, no dudaron que ese niño era una bendición enviada del cielo en respuesta a todas las súplicas realizadas por mucho tiempo, estaban seguros que una boquita más que alimentar no les afectaría tanto.

Extraño fue para Elías no encontrar a su mujer en la cocina, en ese instante pensó que seguramente Julia comenzó a sentirse cansada por su crecido vientre que ya sobrepasaba los seis meses de gestación y a raíz de esto, decidió darse una muy merecida siesta. La casa en la que vivían era lo más sencilla posible, por lo que para llegar a la cocina Elías tuvo que haber cruzado la sala —compuesta por una mesa y dos sillas de madera— por lo tanto, Julia tampoco estaba ahí, el único lugar que faltaba por revisar era su cuarto, en el que no había más espacio que para una cama y para unas cuantas cajas, apiladas una sobre otra que contenían sus pocas pertenencias.

Con la alegría aún impregnada en su rostro, Elías corrió la cobija que servía de puerta para ingresar al cuarto y por fin ver a su mujer, acariciar su vientre y dar gracias al cielo por su nuevo trabajo. Cuando ingresó a la habitación, todo lo que había planeado, lo que había pensado decir y hacer tomó un rumbo completamente diferente.

Efectivamente Julia se encontraba ahí, pero su cuerpo estaba pálido, sin movimiento y muy frío, fue entonces cuando él notó algunas pastillas de distintos colores que estaban esparcidos por el suelo, aunque ya no veía subir y bajar su pecho en señal de que respiraba, temía colocar sus dos dedos en el cuello y comprobar lo inevitable. Ya lo suponía, pero se negaba a creerlo. Se negaba a creer que Julia estaba muerta.

Sus lágrimas empezaron a rodar en sus viejas mejillas, una tras otra, pues veía partir la persona con quién había compartido la mayor parte de su vida y al bebé que nunca conocería y con el que pensaba compartir los días que aún le quedaban, ambos se habían ido y no sabía la razón. Se quejaba internamente mientras lloraba, por no haberle dado todo lo necesario, por no poder conseguir un empleo estable, por no tener siquiera una casa digna dónde vivir. Sabía y se reprochaba a más no poder que él era el único culpable para que ella hubiera tomado una decisión así. Elías se encontraba devastado y desesperado por la muerte de su esposa que no dejaba de culparse diciendo que si él le hubiera dado por lo menos lo indispensable ella seguiría con vida y no estuviera presenciando su muerte y por ende la de su bebé.

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