「PRÓLOGO」

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Ania Evans, una adolescente de dieciséis años iba de camino a casa. Un reciente malestar la había obligado a abandonar la fiesta en la que se hallaba y a marchar en solitario pese a que sus amigos le habían ofrecido acompañarla. Su pelo; largo, castaño y ondulado, se vio casi revuelto por culpa del aire que le revolvía cada mechón, despeinándola. Ocultó sus frías manos en la chaqueta de cuero para resguardarlas de las bajas temperaturas, estaba a tan sólo diez minutos de llegar a su morada, despojarse del vestido que llevaba puesto y dormir hasta que su cerebro no diera más de sí. Seguía sin entender por qué dicho malestar, apenas había bebido dos copas de alcohol, no tenía sentido. Lo peor para ella, fue cuando sus sienes empezaron a martillear su cabeza como si quisieran rompérsela, sus pies se tambaleraron de un lado a otro y tuvo que detenerse junto al portal de una casa desconocida para reposar del pequeño mareo que la estaba acribillando, debilitándola como si fuera una borrachera su único problema. Con la espalda apoyada junto a la puerta, apoyó las manos en sus rodillas con el cuerpo echado hacia adelante, respirando profundamente para recuperar el oxígeno perdido. ¿Y si las copas en realidad la habían embriagado más de lo normal?. Quizás. Sus ojos azules y desconcertados, miraban a todos lados sin ver nada claro, su visión comenzó a tornarse difusa y empezó a perder el sentido de la orientación hasta que su trasero quedó sentado junto a la acera. Ya no sentía frío, ni calor. No sentía nada. Como si se estuviera volviendo loca, apretó su cabeza con ambas manos, intentando detener esos martillazos constantes y molestos que no cesaban, que la torturaban una vez tras otra en peor grado. No pudo ganar la lucha, Ania cayó de costado contra el suelo, desmayada e inconsciente sin nadie que pudiera ayudarla o rescatarla del infierno.


Y entonces, los rayos del sol en la madrugada, hicieron que sus ojos se abrieran lentamente a duras penas. Ania, para situarse, oteó a su alrededor y fue consciente de que se encontraba tirada en mitad de la nada en un pequeño terreno de tierra y olivos a las afueras de Shawnee, su pequeño pueblo en el que residía desde que había nacido. Confundida, frunció el ceño, creía recordar haberse desmayado en mitad de una de las calles de Shawnee, no en mitad de un campo. Sus piernas desnudas, mostraban hematomas y rozaduras de rocas rasposas, algunas incluso soltaban gotas de sangre reciente mientras que, otras heridas, ya estaban secas y cerradas. Con un hormigueo en sustitución a los martillazos en las sienes, intentó levantarse, bajándose el vestido que tenía subido hasta la altura de los muslos, sin embargo, estaba débil y tuvo que permanecer sentada durante unos minutos más hasta que creyera necesario volver a retomar el camino a casa. Sacó el móvil de su bolso, comprobando que todo estaba intacto: no le habían robado nada de valor: ni el teléfono ni el dinero, lo cual, lo volvía todo mucho más siniestro. Desbloqueando la pantalla táctil, vio con gran sorpresa que eran casi las diez de la mañana y tenía más de treinta llamadas perdidas de sus padres y de sus mejores amigos. Aquel fue el motivo más que suficiente para levantarse del suelo, sacudiendo su ropa de todo rastro de arena antes de que le hicieran preguntas al llegar a casa.

-Mira que eres mema, Ania. ¿Quién te manda beber? -pensó ella-.

Sus tacones se hincaban en la tierra reseca, impidiéndole ir veloz. A ese ritmo, su cara acabaría siendo un icono para las prensas y los medios de comunicación. Para lo protectora que era su madre, posiblemente ya estarían los carteles de búsqueda plasmados en todas las callejuelas de Shawnee. 

-Me espera una buena bronca...-Siguió pensando-.

Por fin consiguió salir del peor tramo del lugar, alcanzando la carretera por la que pasaban coches a toda velocidad. Algunos le pitaban para que se quitara del medio, otros, vitoreaban la figura femenina a través de las ventanillas con un silbido. Por un momento, tuvo miedo de que algo más terrible le pasara, así que se desprendió de los zapatos de tacón y comenzó a correr como si no hubiera un mañana, como alma que lleva el diablo en dirección a la mayor regañina de su vida. Ni siquiera pensó en nada, se limitó a seguir su camino hasta que llegó bajo la atenta mirada de algunos de sus vecinos que, al verla, negaron con la cabeza como si fuera la oveja negra de la familia. Antes de llamar, ya se escuchaban los gritos desesperantes de su madre. Un rubor intenso cubrió las mejillas de Ania y, sin demora, hizo presión en el timbre que ensordeció sus oídos a causa de la melodía aguda y fastidiosa. Cuando la puerta se abrió, sus padres se llevaron las manos a la cabeza y la abrazaron, un gesto que la hizo sentir mejor.

-¿Dónde te habías metido? -preguntó Raine, su madre-. ¡Mira cómo vienes!.

-Eh...Una amiga se emborrachó y tuvimos que hacernos cargo de ella -mintió Ania-. Las heridas fue porque al sujetarla, nos caímos. Ni siquiera presté atención al móvil. Lo siento. 

Raine, con el pelo castaño, rizado y alborotado que intentaba peinar con la yema de sus dedos, le señaló las escaleras.

-Sube y date una ducha. Y olvídate de salir el próximo fin de semana. 

Sin rechistar, Ania asintió y subió a toda prisa las escaleras hasta quitarse la ropa sucia y polvorienta en el baño donde, dentro del plato de ducha, se relajó por completo. Pero entonces, una ola de recuerdos revueltos, atronó su testa. Se veía a sí misma en dos sitios a la vez, como si fuera un alma divagando a sus anchas. Tan pronto estaba sentada en el suelo bajo el umbral de un portal en Shawnee y otras, tumbada en aquel maltrecho campo mientras las piedras se clavaban en su espalda. ¿Era todo parte de una misma pesadilla?. No lo sabía, ni lo sabría. Evidentemente, sus hipótesis quedaban lejos de lo que verdaderamente le había sucedido. 

MAMÁ, ¿quién soy?.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora