2. Historia de una fea

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Esta es mi historia, la historia de una fea. Algunos pensarán que este es un cuento con moraleja, al estilo del "Patito Feo", "la Bella y la Bestia" o "la princesa y el sapo" , cuentos que nos hablan de la hermosura oculta de las almas. Y así, el sapo se convertía en un apuesto príncipe al calor del beso de la princesa, la Bella se enamoraba de la Bestia y el Patito Feo guardaba en su interior un deslumbrante cisne. En fin, la ceguera podía ser la llave hacia la auténtica belleza. Y yo, fea de narices, horrorosa del todo, podría haber encontrado en mi marido ciego al hombre capaz de adorar mis virtudes profundas.

Porque tengo cuarenta y cinco años, soy muy fea (tengo los ojos saltones y pequeñitos a ambos lados de una vasta cabezota; el pelo ralo y de color marrón arenilla, tan escaso que deja entrever la línea blanca del cráneo; la boca sin labios, diminuta y la nariz aplastada) y mi marido es ciego.

Pues bien, en primer lugar, si eres tan fea como yo lo soy, fea hasta el frenesí, hasta lo admirable, hasta el punto de interrumpir las conversaciones de los bares cuando entras, nadie deposita nunca en ti, eso puedo jurarlo, el deseo y la voluntad de creer que tu interior es bello. De modo que en realidad nadie te ama nunca, porque el amor es un espasmo de nuestra imaginación por el cual creemos reconocer en el otro al príncipe azul o la princesa rosa. Da la cochina casualidad de que a las niñas bonitas, por muy tontas que sean, siempre se les intuye un interior emocionante. Mientras que nadie se molesta en suponer un alma hermosa en una mujer canija y cabezota con los ojos demasiado separados. A veces esta certeza que acompaña mi fealdad duele como una herida abierta: no es que no me vean, es que no me imaginan.

En cuanto a mi marido, sin duda se casó conmigo porque es ciego. Él siempre supo que soy horrorosa, y eso siempre le resultó mortificante. Al principio no nos llevábamos tan mal: es listo y cuando nos casamos, hace ya quince años, incluso fue dulce en ocasiones. Pero estaba convencido de haber tenido que cargar con una fea por el hecho de ser invidente, y ese pensamiento se le pudrió dentro y le llenó de furia y de rencor. Yo también sabía que había cargado con un ciego porque soy medio monstrua, pero la situación nunca me sacó de quicio como a él, no sé bien por qué. Tal vez sea cosa del tradicional masoquismo femenino que nos hace aguantar lo inaguantable bajo la esperanza de un final feliz.

Pero la felicidad, o al menos la estabilidad que nos da la vida, no dura para siempre. El amor tendría que ser felicidad, ganas de hacer locuras por la persona a la que amas, ganas de gritarle al mundo lo que sientes... y de amar para siempre. Sin embargo, no había nada; yo nunca sentí algo así y poco a poco me fui dando cuenta de ello. No era justo ni para él ni para mí, pues él se merecía a alguien que le amara y creo que yo también merecía sentir lo que es amar a alguien.

La verdad es que lloré porque no sentía lo que debía sentir, porque había estado engañando a mi corazón durante quince años. Lloré porque no quería hacerle sufrir, pero me sentía mala, desagradecida, una timadora. Tenía preguntas, miles de preguntas para ocultar la única verdad que ya sabía. Pero otra cosa era admitirla.

Luego me decidí, me busqué, me miré al espejo pero no me encontré. Porque era otra. Me veía como otra mujer, igual de horrorosa pero distinta, algo había cambiado en mí.

                                                                                    ***

La verdad es que no fue una separación difícil, y mucho menos dolorosa, por ninguna de las dos partes. Lo malo vino cuando pensé en lo que me tocaba después. Me había divorciado de él porque quería buscar a mi amor verdadero; pero... ¿cómo iba a encontrar el amor verdadero una mujer horrible de cuarenta y cinco años?

Sin embargo, me encontraba diferente así que me tragué mis miedos y salí a la calle dispuesta a todo. Busqué por todas partes: me fui de discotecas, las cuales no había pisado en mi vida; me pateé todos los bares y pubs de la ciudad; hasta en el trabajo buscaba cualquier "víctima", cada vez que iba a cualquier lado me ponía mis mejores trajes e intentaba adecentar el adefesio que era mi cara. Incluso una vez probé a ir a las citas esas de diez minutos que están ahora tan de moda, pero mis citas no llegaban ni a los cinco minutos. Tras todos mis intentos... "mi gozo se quedó en un pozo", como se suele decir; fracasé estrepitosamente, ningún hombre se acercó a mí a excepción de uno que me preguntó la hora.

Así que me rendí, pero no me vine abajo. Porque a veces lo que pudiera parecer una rareza, algo impuro, no es sino una belleza diferente, que no sabemos aceptar. Y eso fue lo que pensé. Quizás en otro lugar, quizás en otra época, como las musas de los pintores de los siglos XVI o XVII, habría sido apreciada de otra forma. Y aunque esta afirmación era una falta absoluta de seguridad, fue lo que me reconfortó a seguir adelante con mi vida.

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