1. Muñecas de porcelana

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Teresa y Rosa nunca habían tenido suerte en el amor. Rosa estuvo casada 10 años con un hombre del que finalmente se dio cuenta que no amaba. Teresa siempre tuvo claro que los hombres no eran para ella, en su casa vio lo que era el horror del maltrato de un hombre malvado y salvaje y eso la marcó para siempre.

Ellas eran amigas de toda la vida, desde pequeñas habían jugado juntas y en el colegio habían ido desde el principio a la misma clase. Así que cuando se hicieron mayores siguieron manteniendo el contacto y se fueron ayudando con los problemas de la vida.

Pero poco a poco se fueron dando cuenta de que lo que sentían era algo más que amistad. Se veían de otra forma, se fijaban en detalles de la otra que antes habían pasado desapercibidos, como el brillo de sus ojos o la forma de sus labios.

Un día Teresa decidió contarle a Rosa lo que le pasaba, y aunque Rosa fue más reticente pues creía firmemente que las mujeres sólo debían fijarse en hombres, al final se dio cuenta de que no podía reprimir por más tiempo lo que sentía.

Empezaron a verse, a quedar como cualquier otra pareja y no como amigas, notaban que la gente hablaba de ellas pero no les importaba, seguían sus sentimientos, lo que les dictaba el corazón. De todas formas nunca pasaban de tener las manos entrelazadas y de pequeños besos en los labios.

Pero Rosa seguía teniendo dudas, ella había estado casada, había estado con un hombre y no se había mostrado tan cauta con él como con Teresa. Por eso decidió hacer una prueba; un día fue un amigo suyo a verla y le pidió que la besara. En ese momento llegó Teresa, que sin decir palabra salió de allí rápidamente y se subió a su coche. Pero el destino quiso que al haber recorrido apenas veinte metros de distancia un coche chocara frontalmente contra ella. Rosa había salido de la casa para intentar pararla y vio el accidente. Con ojos aterrados vio cómo los dos coches se estrellaban con fuerza y cómo el cristal delantero de Teresa se rompía en mil pedazos mientras el airbag saltaba.

Rosa corrió rápidamente hacia el lugar del accidente para sacar a Teresa de allí, con manos temblorosas consiguió sacarla del vehículo y acostarla en la acera mientras le apartaba el pelo de la cara cubierta de sangre. Le gritó a su amigo, que se había quedado alelado mirando la escena, que llamara a la ambulancia. Después se volvió hacia ella:

-Por favor, no te mueras, por favor...-le suplicó con lágrimas en los ojos mientras le acariciaba el rostro.

Después de que la ambulancia atendiera a Teresa, Rosa se fue con ella, sujetándole firmemente la mano a la vez que derramaba lágrimas silenciosas. Más tarde, en el hospital, mientras intentaban salvarle la vida a Teresa, Rosa llamó a su familia para contarles lo que había pasado. Parecía que nadie estaba tan destrozado como ella con la noticia. El peso de la culpa la aplastaba inexorablemente y un reguero de lágrimas no cesaba de brotar de sus ojos.

Pasadas más de dos horas, comunicaron finalmente a Rosa que Teresa estaba estable pero inconsciente en una habitación. Ella pasó rápidamente a verla. Y en aquella cama de hospital, tan fría e inhumana como son todos esos sitios, vio por fin a la mujer que amaba. En ese momento fue cuando se dio cuenta realmente de lo que sentía por ella. No necesitaba más experimentos ni pruebas; tenía la certeza de que la quería, de que siempre la querría.

Pasaron tres días sin que Teresa despertara, estaba en un estado comatoso y si no empezaba a mostrar alguna mejoría, las esperanzas de recuperación irían disminuyendo. Rosa permanecía siempre a su lado, susurrándole que cuando despertara le demostraría cuánto la quería, que nunca más pasaría nada malo entre ellas y que nada las separaría.

Los demás amigos y familiares de Teresa fueron a visitarla y le ofrecieron a Rosa quedarse en el hospital en su lugar pero ella fue rechazando todas las invitaciones para descansar, se sentía culpable por lo que le había pasado a Teresa aunque nunca se lo dijo a nadie y necesitaba ser la primera que la viera despertar para ver que estaba bien.

Al cuarto día, Teresa finalmente despertó. En ese momento Rosa estaba sentada en una silla al lado de la cama y semi acostada mientras le tenía cogida la mano, se había quedado dormida pero en cuanto notó los ínfimos movimientos que ella hizo para intentar incorporarse, se despertó. Con una sonrisa de oreja a oreja y sollozos incontrolables la abrazó y comenzó a darle besos por todas partes.

-Estás bien, estás bien-repetía sin cesar.

-Si... creo que sí. ¿Qué ha pasado?-preguntó Teresa mientras se tocaba la cabeza, que estaba cubierta de vendas.

-Tuviste un accidente, pero ya estás bien. ¡Has despertado!-contestó Rosa muy contenta, pero de repente se puso seria-Perdóname, corazón, yo nunca quise que pasara esto. ¿Podrás perdonarme?

-Perdonarte, ¿por qué?

Pero no le dio tiempo a contestar, pues en ese momento llegó el médico para la revisión diaria. Al ver que su paciente estaba despierta, se acercó rápidamente a ella.

Después de reconocerla exhaustivamente, diagnosticó que sufría una pérdida temporal de memoria a corto plazo y que si no lo recuperaba en un plazo de 24 horas, sería preocupante, pues podría sufrir desde entonces más pérdidas de memoria.

-Usted estaba en el momento del accidente, ¿verdad?-le preguntó el médico a Rosa-Debería de refrescarle la memoria, contarle lo que sucedió para así ayudarle a recuperar los recuerdos.

Al poco rato, el médico se fue. Entonces Teresa miró a Rosa con sus profundos ojos verdes. Se quedó observándola sin decir nada, hasta que Rosa trabó los ojos con los suyos. Azul y verde, los colores del mar, la tranquilidad y la esperanza, la estabilidad y la armonía, el cielo eterno y el mundo natural; la combinación perfecta de la naturaleza. Cuando la magia estaba en su punto exacto de esplendor, le preguntó:

-Cariño, ¿me ayudarás a recordar lo que pasó?

Rosa apartó la mirada. Había estado temiendo ese momento desde el accidente, el momento en el que tendría que confesarle las dudas sobre su amor, la causa que había estado a punto de costarle la vida. No podía decírselo.

-Lo intentaré...

-Bueno, pero dime lo que pasó, recuerdo que iba hacia tu casa y ya no recuerdo más.

-¿No te acuerdas de lo que pasó allí?

-Pues... no, ¿pasó algo malo?-Teresa estaba dubitativa, se preguntaba qué le pasaba, la notaba extraña, ausente.- ¿Por qué me dijiste antes que te perdonara?

Rosa ya no pudo aguantarle más la mirada y se echó a llorar. Se echó a sus brazos y sollozando sobre su cuello, dijo entre resuellos:

-Perdóname, yo nunca pensé que todo esto podría llegar a pasar. Todo es culpa mía...

-¿Pero a qué te refieres? Rosa, no entiendo nada, me estás asustando.

-Es que... yo tuve la culpa de lo que te pasó. Me viste besándome con un hombre y te fuiste tan rápida de allí que no viste el coche que venía y chocasteis.- dijo esto atropelladamente, escondiéndose entre los brazos de Teresa, sin tener el valor suficiente de decírselo mirándola a la cara.

Teresa entornó los ojos, poco a poco empezó a recordar: la imagen más horrible que nunca podría haber imaginado, los labios de la persona a la que más amaba juntándose con otros labios que no eran los suyos. Después, el vistazo fugaz de un coche que avanzaba hacia ella, un gran estruendo y por último, todo negro. Se apartó de Rosa y le cogió el mentón para que la mirara a los ojos:

-¿Le amas?

-No.

-¿Entonces por qué lo hiciste?

-Porque no tenía claro lo que me estaba pasando, pero ahora sí lo sé, sé que te quiero.

Y así, mirándose a los ojos, con las manos entrelazadas, respirando entrecortadamente, en aquella cama de hospital se confesaron su amor y juraron amarse eternamente.

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