Capítulo II: una escena

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Tras un momento de asombro, Poirot se recobró.


-Pero, señora -dijo con ojos centelleantes-, librar a las esposas de sus maridos no es cosa que entre dentro de mi especialidad.


-Desde luego, ya lo sé.


-Lo que usted necesita es un abogado.


-En eso se equivoca. Estoy más que harta de abogados. Me he confiado a


un sinfín de ellos y ninguno me ha servido de nada. Los abogados sólo


conocen la ley; pero, fuera de eso, no tienen el menor sentido común.


-Por lo visto, usted cree que yo lo tengo.

Ella se rió.

-Desde luego.


-Pues, señora, tendré todo el sentido común que usted quiera; pero, por lo mismo, su proposición no me interesa


-No sé por qué no le ha de interesar. Al fin y al cabo, este caso es un problema.


-¡Ah! ¿Conque es un problema?


-Y de los más difíciles -siguió Jane Wilkinson-. Estoy casi segura de que no es usted hombre que se arredre ante las dificultades.


-Muchas gracias por sus palabras; de todas maneras, yo no hago


investigaciones para lograr divorcios.


-Pero, hombre de Dios, yo no le pido a usted que haga de espía Lo único


que deseo es desembarazarme de mi marido, y estoy segura de que usted me dirá lo que debo hacer.

Poirot dudó un momento antes de contestar. Al fin dijo:

-Primero, señora, dígame usted por qué tiene tantos deseos de verse libre de su marido.

No hubo la menor vacilación en la respuesta de lady Edgware:

-Pues, sencillamente, para casarme otra vez. ¿Qué otra razón podía tener?


-Pero un divorcio es fácil de obtener.


-Usted no conoce a mi marido, monsieur Poirot. Es..., es... -se estremeció-. No sé cómo explicarlo. Es un hombre extraño, distinto por completo de los demás -hizo una pausa y continuó-: No debí casarme con él. Su primera mujer, como usted ya sabe, se le marchó, dejando una niña de tres meses. Nunca se quiso divorciar de ella y la dejó morir miserablemente. Luego se casó conmigo y... Bueno, yo tampoco pude aguantarle y le dejé, marchándome a Estados Unidos. Como no tenía ningún motivo para divorciarme, aunque a él se los había dado yo más que sobrados, no quiso hacer el menor caso.


-En algunos Estados de Norteamérica le hubiera sido fácil conseguir el divorcio, señora


-No me convenía, teniendo que vivir en Inglaterra.


-¿Tiene usted necesidad de vivir en Inglaterra, lady Edgware?


-Sí.


-¿Con quién piensa casarse?


-Con el duque de Merton.

Me quedé asombrado. El duque de Merton era la desesperación de las


madres casamenteras. Era un joven de tendencias románticas, ferviente


católico, y estaba dominado completamente por su madre, la duquesa viuda.

Aquel joven se dedicaba, como distracción principal, a coleccionar porcelanas chinas, y nunca se había fijado en una mujer.

-Estoy enamoradísima de él -continuó Jane-. Es completamente distinto a todos los hombres que he encontrado hasta ahora; parece un monje de leyenda. Además tiene un palacio maravilloso -se detuvo un momento y siguió-: En cuanto me case dejaré el teatro para siempre.

LA MUERTE DE LORD 
 EDGWARE 
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