PARTE 10

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–A su salud –dijo Keawe, que había pasado mucho tiempo con haoles en su época de marinero–. Sí –añadió–, he venido a comprar la botella. ¿Cuál es el precio que tiene ahora?

Al oír esto al joven se le escapó el vaso de entre los dedos y miró a Keawe como si fuera un fantasma.

–El precio –dijo–. ¡El precio! ¿No sabe usted cuál es el precio?

–Por eso se lo pregunto –replicó Keawe–. Pero ¿qué es lo que tanto le preocupa? ¿Qué sucede con el precio?

–La botella ha disminuido mucho de valor desde que usted la compró, señor Keawe –dijo el joven tartamudeando.

–Bien, bien; así tendré que pagar menos por ella –dijo Keawe–. ¿Cuánto le costó a usted?

El joven estaba tan blanco como el papel.

–Dos centavos –dijo.

–¿Cómo? –exclamó Keawe–, ¿dos centavos? Entonces, usted sólo puede venderla por uno. Y el que la compre... –Keawe no pudo terminar la frase; el que comprara la botella no podría venderla nunca y la botella y el diablo se quedarían con él hasta su muerte, y cuando muriera se encargarían de llevarlo a las llamas del infierno.

El joven de Beritania Street se puso de rodillas.

–¡Cómprela, por el amor de Dios! –exclamó–. Puede quedarse también con toda mi fortuna. Estaba loco cuando la compré a ese precio. Había malversado fondos en el almacén donde trabajaba; si no lo hacía estaba perdido, hubiera acabado en la cárcel.

–Pobre criarura –dijo Keawe–; fue usted capaz de arriesgar su alma en una aventura tan desesperada, para evitar el castigo por su deshonra, ¿y cree que yo voy a dudar cuando es el amor lo que tengo delante de mí? Tráigame la botella y el cambio que sin duda tiene ya preparado. Es preciso que me dé la vuelta de estos cinco centavos.

Keawe no se había equivocado; el joven tenía las cuatro monedas en un cajón; la botella cambió de manos y tan pronto como los dedos de Keawe rodearon su cuello le susurró que deseaba quedar limpio de la enfermedad. Y, efectivamente, cuando se desnudó delante de un espejo en la habitación del hotel, su piel estaba tan sonrosada como la de un niño. Pero lo más extraño fue que inmediatamente se operó una transformación dentro de él y el Mal Chino le importaba muy poco y tampoco sentía interés por Kokúa; no pensaba más que en una cosa: que estaba ligado al diablo de la botella para toda la eternidad y no le quedaba otra esperanza que la de ser para siempre una pavesa en las llamas del infierno. En cualquier caso, las veía ya brillar delante de él con los ojos de la imaginación; su alma se encogió y la luz se convirtió en tinieblas.

Cuando Keawe se recuperó un poco, se dio cuenta de que era la noche en que tocaba una orquesta en el hotel. Bajó a oírla porque temía quedarse solo; y allí, entre caras alegres, paseó de un lado para otro, escuchó las melodías y vio a Berger llevando el compás; pero todo el tiempo oía crepitar las llamas y veía un fuego muy vivo ardiendo en el pozo sin fondo del infierno. De repente la orquesta tocó Hiki–ao–ao, una canción que él había cantado con Kokúa, y aquellos acordes le devolvieron el valor.

«Ya está hecho», pensó, «y una vez más tendré que aceptar lo bueno junto con lo malo».

Keawe regresó a Hawaii en el primer vapor y, tan pronto como fue posible, se casó con Kokúa y la llevó a la Casa Resplandeciente en la ladera de la montaña.

EL DIABLO DE LA  BOTELLADonde viven las historias. Descúbrelo ahora