Aquello que se oculta

6.5K 455 43
                                    



Hacía cuarenta y seis días que el viejo Maximiliano no había puesto un pie en el pueblo. Su ausencia importaba a pocos y preocupaba a menos: el agricultor apenas y era recordado por la calidad sobresaliente de algunas de sus verduras. Sin embargo, uno de sus allegados, que llevaba Tomás por nombre, se secó el sudor de la frente aquella tarde cuando lo invadió un pensamiento por demás inquietante, y decidió comunicárselo así a su padre:

—¿No será, papá, que el viejo Max enfermó y está en espera de ayuda?

—Lo dudo, Tomás —recibió por respuesta—. Maximiliano ha trabajado por sí solo durante ya algunos años y le ha ido de maravilla.

—Aun así, está viejo y sabes bien cuán engañosas son estas tierras. Deberíamos, al menos por cortesía, visitarlo y asegurarnos que está bien.

Su padre, de mala gana, aceptó. A la mañana siguiente, se embarcaron en el destartalado coche fuera del pueblo y hacia los campos alejados donde reposaba la humilde morada de Maximiliano. Consistía en una casona de madera y adobe que en años pasados había servido de hogar a una familia ya olvidada.

Tomás bajó del vehículo y se abrió camino hasta el umbral. Cuando estaba a punto de llamar a la puerta, notó que esta había sido removida de sus bisagras.

—¡Padre! —llamó—. Mira esto.

Con un ligero empujón, Tomás desvió el pórtico. Ingresó a la residencia solo para dar con un salón devastado. Las paredes se encontraban astilladas; la alfombra, desgarrada, dejaba entrever el desgastado suelo; y los pocos muebles habían sido regados por la habitación con una violencia descomunal. En silencio, Tomás avanzó por entre los escombros. El padre de Tomás colocó una mano en el hombro de su hijo y le clavó la mirada, como deseando advertirle, pero no escapó de su boca sonido alguno. Tomás se dirigió a la habitación del viejo Max, con la equívoca esperanza de hallarlo vivo: sobre su cama, cubierto de insectos y esparciendo un hedor intolerable, descansaba el cadáver de quien había sido Maximiliano.

Fue arrancado de su estupor a oír un grito corto y agudo proveniente del salón principal, acompañado de un sonido extraño, gutural.

—¡Padre! —llamó.

Corrió de regreso. En efecto, el grito había surgido de los labios de su padre, quien estaba recostado en el suelo, en una esquina, con los ojos abiertos de par en par y la boca moviéndose frenéticamente, tratando de hablar, pero sin emitir sonido alguno. Tomás, preso de un temblor incontrolable, se acercó con lentitud a él, que permanecía inmóvil e inmerso en un intento desesperado por espetar alguna palabra. Su padre, tras una serie de movimientos y espasmos, logró sentarse sobre el suelo, aún bañado de sudor. Se inclinó sobre el hombro de Tomás, para ser capaz de susurrarle al oído. Al aproximarse de esta forma, Tomás pudo ver, horrorizado, que la espalda de su padre estaba surcada por una profunda herida de la que brotaba la sangre a chorros. Una herida limpia y extensa.

Su terror se incrementó hasta lo inconcebible cuando alcanzó a percibir el débil siseo que brotaba de la boca de su padre:

Corre.

Pero ya era tarde.

Relatos de terror y desesperanzaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora