Me encontraba recostado, a la mitad de la noche, contra la pared polvorienta de la casa Matusita. Así era como la conocían en casi todo Lima; y aunque las personas ignoraban el porqué de su nombre, no guardaban reparo en afirmar, entre juramentos espasmódicos, que estaba colmada de fantasmas, espíritus malignos y toda suerte de criaturas místicas sedientas de sangre. La casa Matusita era el tema de conversación idóneo para las reuniones de viejos amigos que intercambiaban relatos inverosímiles sobre el peligro inminente que suponía permanecer cerca de ese lugar, y se santiguaban con apremio ante la mención de las víctimas que los males de la casona habían cobrado.
Yo nací en el seno de una familia de distinguida educación y se me enseñó a no creer en cosas así, pero ello no evitaba un ligero temblor en mis labios que se disparaba al recordar las historias que, a la luz de una fogata en las playas del sur, me había narrado mi jefe, don Esteban.
Don Esteban trabajaba directamente para el embajador de los Estados Unidos, un gringo de buen porte y casi calvo que adoraba el ceviche. Se trataba de un personaje muy importante, por supuesto, ya que en ese entonces se hallaba finiquitando los tratos de relaciones entre el país del norte y el Perú. Tras el término de la guerra, y con algunas obligaciones financieras pendientes que había provocado el devastador terremoto de 1940, a la nación le urgía acelerar esos procesos para cobrar el bono de la alianza y los pagos pendientes del pescado enlatado que se había enviado a los soldados.
Pero, como siempre, algunas personas estaban en desacuerdo, y por ello don Esteban me había encomendado una tarea muy particular, la cual me condujo a los eventos de aquella noche.
El silencio sepulcral se interrumpió unos instantes para dar paso al chirrido de un tranvía, que se detuvo a cierta distancia. Esperé un minuto y mi amigo caminó hasta mí.
—¡Primo —me saludó—, qué gusto verte!
—¿Cómo estás, Apolinario? —le dije, ofreciéndole un apretón de manos.
No éramos primos, cabe aclarar. Simplemente era su manera de referirse a sus allegados.
—¿Es esta la casa? —inquirió, apuntando con el mentón a la pared sobre la cual me recostaba.
—Sí, sí. Ya la conoces, supongo.
—¡Conocerla! Mil y un mitos sobre ella he escuchado, primo.
—No hay nada de qué temer —aseguré—, son solo mitos.
—Cómo no. Más miedo me da la embajada, ¡esos gringos están locos!
Dirigí mi mirada a la embajada de los Estados Unidos, justo en frente, cruzando la calle., y me dije que debía concluir mi tarea cuanto antes. Saqué un manojo de llaves y me situé frente al portón de la casona. Las bisagras gruñeron al girar.
—Esta escalera nos conduce al segundo piso —comenté—, donde fumigaremos.
—Ah, ya. Está bien oscuro., ¿tienes linterna?
—Sí.
Entré después de Apolinario y cerré la puerta detrás de mí. Saqué dos lámparas de mano y le tendí una a mi acompañante. Ascendimos por la larga escalera de caracol, cuyo final desplegaba una negrura absoluta. Le sugerí a Apolinario que tenga cuidado, que esas escaleras ya estaban viejas, y el crujido de la madera corroída bajo cada una de nuestras pisadas reafirmaron mis precauciones. Cuando arribamos a la segunda planta, noté que su respiración acompasada se había agitado visiblemente, y no supe si se debía a un exagerado cansancio producto de nuestro trayecto o al miedo inherente que corría ya por sus venas.
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Relatos de terror y desesperanza
HorrorColección de relatos para no dormir y sufrir pesadillas durante la vigilia. Todos los relatos me pertenecen.