Lololo

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Esta vez, no tuvo que esperar mucho. Ahí estaba el sonido 

de la armónica, bastante bien afinado con el que ella 

había producido con el violín. Sintió un hormigueo en los 

brazos y las piernas, y un ligero sabor acre en la boca. 

La armónica se detuvo con lentitud, hasta que dejó de 

oírse. Irene no levantaba la cabeza. Temía cometer el mismo 

error, asustar a… ¿Tomás? Sí, estaba segura. Tenía que 

ser él. 

Dudó un instante, pero por fin hilvanó las dos primeras 

notas del cuarteto de Haydn. 

Silencio. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no respondía? No era tan 

difícil. Repitió las dos mismas notas. 

Nada. 

Fue el instinto el que le dictó: Elvira Madigan, la adaptación 

del andante de Mozart que había interpretado el día 

anterior. 

Tocó unos compases, levantó el arco, dejó pasar apenas 

dos segundos y atacó de nuevo las tres notas iniciales. 

Tensó de nuevo la nariz, esperando. 

Y las tres notas volvieron desde el bosque, desde la 

armónica invisible. Casi idénticas, acompasadas… 

¿A cuánta distancia estaba? No era igual que calcularlo 

en una sala cerrada. El valle amortiguaba el sonido, y la 

vegetación podía estar alejándolo. En todo caso, no más de 

veinte metros. 

Sin duda, a quien fuera le gustaba el andante más que el 

cuarteto de Haydn. A Irene también. 

Incluso, tal vez, lo conocía. Pensó en invitarle a seguir. 

Inició otra vez los primeros compases, yendo un poco más 

lejos, y se detuvo en seco. 

Pero la armónica se limitó a reproducir los mismos compases: 

ni uno más, ni siquiera una nota. 

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«Ahora te esperas», pensó Irene. «Pídeme que siga.» 

Un minuto. El arroyo murmuraba voces de mujeres parloteando. 

Un mirlo salió del bosque entre gritos enérgicos y 

sonoros. Y la petición se produjo. Volvió desde el principio 

hasta el mismo punto y dejó la última nota con levedad, 

una pompa de sonido flotando en el aire. 

Irene sonrió. ¡Bien! Ahora iba a saber lo que era bueno. 

Siguiendo el tempo perfectamente, tocó el andante completo, 

tal como le gustaba a Yárchik. 

No tuvo que esperar nada. La respuesta no tardó en llegar 

ni un segundo, como si quien fuera hubiera dicho: «Espera, 

El síndrome de MozartDonde viven las historias. Descúbrelo ahora