Nacimiento (Fernando)

12 0 0
                                    

Por mi frente corrían gotas de sudor. Esta vez no se trataba de la desesperación causada por el trabajo, las campañas políticas y todo lo demás, era algo mucho más intenso e importante en mi vida. Francine, mi esposa, está a punto de dar a luz a nuestra hija, quien se llamará Alessandra, o al menos así quiero yo llamarla, pues Francine está aún muy empeñada en llamarla Elizabeth... Puede que resulte ser una combinación de ambos nombres, después de todo.El doctor (no recuerdo su nombre con tanta angustia) salió con una sonrisa nerviosa curvada en su rostro. Era un hombre alto, de cabellos castaños y piel morena. Lucía muy nervioso, y si mi vista no fallaba, a este hombre le titiritaban los dientes. Aunque no pertenezco al género femenino, podría decir que este hombre de aspecto televisivo haría sonrojar a cualquier mujer hormonalmente alborotada, lo que me hizo sentir una ondeada fuerte de celos: ese hombre estaba atendiendo a mi esposa.-Todo está muy bien, señor – dijo éste nerviosamente, lo cual me dificultó un montón creerle lo que me acababa de decir en ese instante –Su mujer está a punto de dar a luz –concluyó.Éste hombre no me ayudaba, ¿en serio es doctor? Supongo que es nuevo aquí, porque, el hecho es, que no paraba de reír nerviosamente y decirme cosas que, les aseguro, ya sabía más que con exactitud. En momentos de nerviosismo, más nerviosismo acumulado no es precisamente la mejor ayuda.Me desesperaba cada vez más, ya que el embarazo de Francine había sido en sí difícil, ya que el ser una mujer hipertensa no era de mucha ayuda en este caso.-¿Puedo estar... con ella? – titubeé, y percibí un toque de dulzura en la expresión del doctor, era más bien, como si sintiera lástima o compasión por mí ¿Quién demonios se cree? -O, ¿puedo al menos verla para desearle su... suerte?A pesar de que el doctor me colmaba la paciencia, debía ser educado pues, en Caracas, la situación con los centros de salud no es muy fácil que se diga, y no podía arriesgarme a que mi Elizabeth, Alessandra o "como-se-llame" naciera con algún problema, o... No, no diríamos problema, digamos... ¡Condición!En fin, el hecho es, si mi hija nacía con alguna condición especial, en tal caso, no habría mejor bendición que ser atendida de inmediato por los especialistas de este sitio, que me han sido recomendados por personas de mi entera confianza.Pero no quería pensar en que mi chica tendría algún problema, y al mismo tiempo necesitaba ver a mi esposa en ese preciso momento. Lo necesitaba realmente, y el sujeto que tenía al frente no hacía más que reírse estúpidamente mientras temblaba de pies a cabeza.Seguía en silencio, con su portapapeles en el brazo izquierdo, tal vez bien preparado en usarlo como escudo y defensa si me atrevía a saltar sobre él, o más bien dicho, cuando me atreva a saltar sobre él.Ya está. No aguanto más que, mientras la vida de mi esposa pueda estar en riesgo –aunque este hombre afirme lo contrario-  él está aquí parado como idiota sin hacer o decir nada.-Y... ¿usted está aquí, haciendo qué cosa? – pregunté encolerizado. El doctor se ruborizó, pero no se movió en absoluto -¡¿Qué le pasa!? La vida de mi esposa podría estar en grave peligro y a usted le importa un pepino, señor – Grité, pronunciando las palabras de manera rápida (lo que producía que, prácticamente, escupiera en el rostro del doctor a plenitud) y enfatizando la última palabra como si fuera una grosería tremenda.El doctor se ruborizó aún más, la sonrisa se borró de su rostro y su expresión cambió totalmente. Dejó de temblar (ya era hora de que entrara en sí) y, ciertamente, si las miradas mataran, yo ya estuviera muerto.-Pase por aquí, por favor – dijo secamente el doctor, pero sin dejar de hacerlo de manera educada, pues, en realidad no le convenía que mi molestia aumentara. No nos convenía para nada.Al entrar en aquella sala, observé cómo ya tenían a mi esposa preparada para el parto. Me molesté más aún.-Doctor – inicié lo más educadamente que pude – mi esposa es hipertensa, ¿no la pondrá usted en peligro sometiéndola a un parto natural?El doctor pareció haberse ahogado con su propia saliva. Al otro lado de la sala, una enfermera ya un poco mayor, de canas acentuadas y de piel pálida, al escucharme lo miró con un sarcasmo enorme, como diciendo "¡Te lo dije!". Sin embargo, éste respiró hondo un par de veces, se dirigió hacia mí de una manera que pareció sumamente profesional y dijo lentamente, cuidando cada una de sus palabras:-Señor Carrasquel, con todo el respeto que usted se merece, se lo digo bien claro: entiendo que se sienta usted nervioso, pero aquí el doctor soy yo – inspiró esperando una respuesta, como no la hubo, prosiguió -: Y la verdad considero que su esposa está en muy buen estado para tener un parto natural, y por si a la dudas – esta vez, esbozaba una amable sonrisa, no tan nerviosa –traje en mi ayuda a Rodrigo Alcántara, nuestro cardiólogo infantil. Y ahora –hizo ademanes de estar apurado – si me disculpa, tengo a una paciente que atender.Instintivamente, crucé la sala al mismo paso en  que lo hacía el doctor, y me coloqué rápidamente al lado de mi esposa después de un breve saludo.La enfermera me pidió que tomara de la mano de mi esposa. Pasaron unas cuantas horas, y yo, que trataba de brindarle frases de aliento a mi esposa, me moría interiormente al saber (o realmente imaginar) el dolor que estaba sintiendo en esos momentos a causa del parto. Sin prestar atención a lo que sentía, simplemente estrechaba la mano de mi esposa sin parar de sonreír, asegurándole que todo estaría bien.Aunque también me preocupaba la tardanza de aquel proceso. Era muy temprano cuando llegamos a la clínica, y al mirar un reloj de pared que se encontraba en frente de mí, me di cuenta de que eran las siete menos cuarto de la tarde.Me aparté y halé disimuladamente a una de las enfermeras, quien me explicó que debíamos esperar, pues mi esposa era hipertensa y si por alguna razón era forzada de más, podríamos poner en riesgo tanto a mi hija, como a mi esposa. Esto no me hizo sentir mejor, hasta que...-¡VAMOS! ¡Una más! – jadeaba el doctor con euforia.Me asomé rápidamente para averiguar qué sucedía.-¡¿ESO ES UNA CABEZA!? – grité, sin poder contener toda la emoción almacenada hasta el momento.Corrí – literalmente – al lado de mi esposa, y luego de darle unas frases más desesperadas que cariñosas de aliento que, ya sinceramente no recuerdo, nuestra hija salió al fin (llorando sin necesidad de "nalgadas", para mi completo alivio)Y lo que más recuerdo fue que no aguanté más emoción en un solo día, abracé a mi esposa –luego de haber cortado el cordón umbilical – y lloré.Unos dos minutos más tarde, después de que limpiaron a nuestra niña, nos la trajo una de las enfermeras, la morena. Francine la besó y la bendijo con estas palabras:-Dio vi benedica, il mio amore. 

Mi compañero de muerte.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora