Parte sin título 2

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Si pasabas en el momento en el que el frescor de la noche se alza contra el bochorno del calor primaveral y las estrellas refulgen en lo alto como lumbreras nocturnas. Si pasabas por una de las calles cerca de la avenida principal flanqueada por finos olmos y coloridos cerezos. En un balconcillo de una nívea casita verías una niña en camisón con la mirada alzada y los ojos brillando de la emoción rodeada de una luz hogareña y color. Esta niñita se llama Numia. Cuesta mucho describir a tal nenita. Si digo que es bajita, no os contaría nada nuevo. Que tiene dos ojos es lo más natural. Pero es el caso de Numia excepcional. Para describírosla, tengo que contaros su historia y la razón por la que está ahí todas las noches.

Puede que esta narración sea ficticia, increíble o por el contrario muy real. Tan real como que ahora mismo estoy escribiendo esto. Las historias que giran en torno a Numia son muy distintas. Varían según quién las cuente. Ha sido ardua tarea recopilar todas y analizar cada punto de los apólogos. Pero no os voy a hablar de lo aburrido, para eso están los críticos.

–Vamos nenita, ya es hora de acostarse –comentó una voz cálida y alegre.

–¿No es maravilloso mami? ¡Mira! Esa ha pegado el estirón.

Para una mujer adulta todas las estrellas tienen siempre el mismo tamaño. Pero no es así para los niños, y mucho menos para Numia.

Pero no desobedeció y sin desterrar la sonrisa de su rostro, abrazó a la sangre de su sangre con fuerzas.

–Buenas noches, cariño –susurró en su oído menudo.

Beso sonoro y envuelta en sábanas. Se apagan las luces y Numia sueña. Ojalá pudiéramos saber cómo son sus sueños, de qué color son. Por supuesto serían amarillos, azules, muy blancos, marrones ¿por qué no?, rojo pero muy pálido sin brusquedad, muy suave. Podrían ser rosas, verdes y con un enorme arcoíris. Aparecería una niña vestida de blanco perdida en un trigal. El cielo estaría despejado al no ser por los colores en forma de arco que lo embellecían. De tanto andar tendría las zapatillas manchadas de barro. No, de arena. Un pequeño corte asomaría por la rodilla. Estos niños no paran nunca de correr, saltar y caer. Qué energía...

Por las mañanas se despierta con sol, miel, pan tostado y gachas con avena. Siempre es soleado si estás con ella, siempre hay luz...

Su gato del color de las almendras, Nube, siempre la acompaña. Muchos lugartenientes la conocen como la nenita del gato. Son inseparables. Así lo ha elegido alguien superior a nosotros, seres mortales y finitos. Ambos tienen una conexión especial. Una vez Numia se perdió en una de sus escapadas a la arboleda. Se acercaba el crepúsculo y comenzaba a llegar el viento fresco desde el mar. No era el mejor momento para que una niñita estuviera sola por la calle. Resultó que Nube, por una razón que se me escapa, estaba deambulando por la casa. En cuanto echó una mirada a la cara angustiada de su madre comenzó a corretear. Le perseguimos unos cuantos hombres para acabar con su vida. Estábamos seguros de que se la había comido. Los gatos nunca habían sido de confianza en nuestra comarca. Algunos piensan que son demonios disfrazados en un cuerpo adorable para engatusar a sus presas y luego darse el festín cuando el sol se cubriera el rostro. Se internó en el bosque, esquivando con elegancia los gruesos árboles. Llegamos al centro de la maraña. Lo que vieron mis ojos aún resuena en mi mente y en mi alma cada vez que entro en un bosque. Numia estaba sentada sobre una roca con la cabeza alzada. El gato maulló plácidamente. Fue música para mí. En los ojos de la niña se reflejaba la luz lunar... La verdad es que es indescriptible. Imaginaos la cosa más pura y bella del mundo. Pues así estaba en ese momento Numia.

Lo que siempre me impresionó de ella era la curiosidad de su rostro. Todo en ella rezumaba curiosidad. Preguntaba a todo aquel que se pusiera en su camino sobre cualquier cosa, le daba igual si era trivial. Siempre tuvo un ansia fuerte de conocimiento.

Le gustaba pasear por los bosques y praderas. Una costumbre que tenía era andar entre extensos campos de flores con los brazos extendidos y rozar con los dedos los pétalos. Alzaba el rostro y se dejaba bañar por la luz solar cerrando los ojos placenteramente. Cuando veías hacer este tipo de cosas te contagiaba. Sin quererlo hacías lo mismo que ella. Resucitaba el niño que mataste hace tiempo. Si llovía y estaba en su casa, bajaba corriendo al parque más cercano para bailar bajo el agua que caía. A veces se le oía reír. Sus lágrimas se confundían hasta el punto de que fuese ella la que hacía llover.

Podríais pensar, entonces, que la estación favorita de Numia es la primavera. Pero ni en invierno ni en otoño ni en verano desaparecía su sonrisa. Numia junto a la nieve parecía una princesita. Hacía las cosas que hacen los niños: muñecos de nieve, tirar bolas, correr y caer, mojarse... Pero ella lo hacía con una gracia especial, como todo. En verano siempre iba al río. Allí estaba todo el día imaginando que es una sirena. Cuando volvía a casa siempre estaba mirándose las manos arrugadas con los ojos como platos. En otoño iba a la arboleda a empaparse con las hojas que caen

Os preguntaréis como puede una niña ser así. Como una niña puede llegar a ser tan madura, a tener esa madurez soñadora que a algunos nos supera...

Se me ha olvidado deciros una cosa muy importante, esencial, vital. Yo soy el padre de Numia.


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SaboreandoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora