Ocho remolcadores arrastraban al mastodonte hasta la mitad de la corriente, apuntando su proa río abajo; entonces el piloto en el puente dio algunas órdenes; el primer oficial lanzó una corta llamada por el silbato y accionó una palanca; los remolcadores tensaron los cables y halaron; en las entrañas del buque se encendieron tres pequeños motores, abriendo los reguladores de tres largos ejes; las tres hélices comenzaron a girar, y el mammut, con una vibrante trepidación corriendo por su enorme silueta, comenzó a moverse con lentitud hacia el mar.
Al este de Sandy Hook, el piloto se dejó ir, y entonces fue cuando el viaje realmente dio inicio. A cincuenta pies debajo de su cubierta, en un infierno de ruido, calor, luces y sombras, los carboneros trasladaban el combustible troceado desde los depósitos hasta el hogar, donde los fogoneros semidesnudos, con caras semejantes a las de unos demonios torturados, lo revolvían y echaban a las fauces de los hornos. En el cuarto de máquinas, los engrasadores iban y venían dentro de un maremágnum de acero, con cubos de aceite y deshechos, siendo observados por un personal vigilante y atento al deber, que se esforzaba por escuchar cualquier fallo por encima de la mezcla de ruido, como por ejemplo el repiqueteo fuera de tono del acero, lo cual sería indicativo de alguna llave o tuerca que se había zafado. En la cubierta, los marineros colocaban las velas en los dos mástiles para añadir su propulsión en el momento de romper la marca, mientras los pasajeros se dispersaban según sus gustos: algunos se sentaban en sillas reclinables, bien abrigados, pues aunque era abril, el aire estaba helado; otros paseaban por la cubierta para mover sus piernas. Otros escuchaban a la orquesta en el salón de baile, o escribían o leían en la biblioteca, mientras que unos pocos iban a sus camarotes, mareados por el balanceo del buque sobre las aguas.
Las cubiertas se despejaron, los relojes dieron el mediodía y entonces comenzó la interminable labor de limpieza, en la que los marineros emplearon mucho de su tiempo. Encabezados por un alto contramaestre, un grupo de marineros llegó a la cubierta con cubetas y cepillos, distribuyéndose a lo largo de la baranda.
- Atención, señores: no olviden la baranda- dijo el contramaestre-. Señoras, por favor, retrocedan un poco. Rowland, aléjate de la baranda o darás en el mar. Llévate un ventilador... no, vas a derramar pintura. Coloca tu balde lejos y ve a pedirle al almacenista un poco de papel de lija. Trabajarás en la cubierta hasta que te releven.
El marinero se quitó la camisa, dejando ver su contextura delgada, con una edad cercana a los treinta años, de barba negra, semblante vigoroso y bronceado, aunque de ojos llorosos y de movimientos poco firmes. Bajó de la baranda y tropezó más adelante con su cubeta. Al alcanzar el grupo de damas a quienes había hablado el contramaestre, su mirada se fijó en una joven cuyo cabello tenía el color del sol, y con el azul del mar en sus ojos, quien los alzó al ver al marinero que se aproximaba. Él se sobresaltó, pasó a un lado para esquivarla y, alzando la mano en un tímido saludo, se alejó. Fuera de la vista del contramaestre, se recostó contra la puerta que daba acceso a la cubierta y jadeó un poco, mientras se sujetaba el pecho con una mano.
- ¿Qué es esto?- musitó cansadamente- Quizá los nervios, el whisky o la agonizante agitación de un amor hambriento. Cinco años, y ahora la mirada de ella puede helar la sangre en mis venas, y traer de regreso toda esa ansia e inevitabilidad que puede llevar a un hombre a la locura... ¡o a esto!
Miró su mano temblorosa, llena de cicatrices y manchada de alquitrán, atravesó la puerta y regresó con el papel de lija.
La joven también había resultado afectada por el encuentro. Una expresión de sorpresa mezclada con terror había aparecido en su hermoso y algo débil rostro; y sin reconocer el tímido saludo que el hombre le había hecho, tomó en sus brazos a una pequeña niña que estaba detrás de ella en la cubierta, y pasando por la puerta del salón, se apresuró a llegar a la biblioteca, dejándose caer en una silla que estaba al lado de un militar, quien la miró por sobre un libro, para decir:
- Myra, ¿acaso viste a la serpiente marina? ¿O al alemán volador? ¿Qué ocurre?
- Oh, no, George- respondió ella con un tono agitado-. John Rowland está aquí. El teniente John Rowland. Acabo de verlo, ha cambiado tanto. Trató de hablarme.
- ¿Quién? ¿Acaso ese tipo encendió de nuevo tu fuego interior? Sabes que jamás lo conocí, y no me has dicho mucho sobre él. ¿Qué hace ahora? ¿Es ayudante de camarote?
- No. Parece que es un marinero común; está trabajando y está vestido con ropa vieja y completamente sucia. También parece estar disipado. Como si hubiera caído bajo, y todo esto desde...
- ¿Desde que lo indispusiste? Pues bien, no es tu culpa, querida. Si un hombre lleva la culpa dentro de sí, tarde o temprano ésta se volverá contra él. ¿Cómo está su sentido de la injuria? ¿Tiene algún motivo de queja o rencor? Te preocupas inútilmente. ¿Qué dijo?
- No lo sé, no dijo nada. Siempre le he temido. Nos encontramos tres veces desde entonces, y parecía como si en sus ojos se posara una espantosa mirada. Era tan violento, tan duro de cabeza, tan terriblemente furioso en ese entonces. Me acusó de manipularlo, y de jugar con él; y dijo algo sobre una invariable ley del azar, y un gobernante balance de los eventos, algo que no entendí, salvo una parte donde dijo que todo lo que causábamos lo recibíamos en igual cantidad. Y luego se fue, aparentemente furioso. Siempre he imaginado que él se vengaría, y que podría llevarse a Myra, nuestra hija.
La joven estrechó contra su pecho a la sonriente niña y continuó.
- Me gustaba al principio, hasta que descubrí que era ateo. Porque, George, él constantemente negaba la existencia de Dios ante mí, una cristiana convencida.
- Tenía un maravilloso temperamento- dijo el marido-. No te conocía muy bien, debo decirte.
- Nunca me pareció el mismo desde entonces-dijo ella-. Sin embargo, sentí que no había algo claro. Aún pensaba en lo glorioso que sería si pudiera convertirlo a Dios, y traté de convencerlo del amor de Jesús; pero él sólo ridiculizó aquello que me era sagrado, y dijo que, por mucho que valorara mi honesta opinión, él no sería un hipócrita para ganarla, y que sería honesto consigo mismo y con los demás, y expresaría su honesta incredulidad; ésa es la idea. ¡Como si a pesar de ello, uno pudiera ser honesto sin la ayuda de Dios!
"Y entonces, un día, percibí el olor del licor en su aliento - él siempre olía a tabaco- y lo abandoné. Fue entonces cuando él... cuando se desmoronó.
- Sal y muéstrame a ese reprobable- dijo el marido, levantándose.
Fueron a la puerta, y la joven atisbó hacia fuera.
- Es el último hombre ahí abajo, cerca del camarote- dijo, y volvió al interior, mientras el marido salía.
- ¡Qué! ¿Es ese rufián sarnoso que refriega el ventilador? ¡Así que ése es John Rowland, de la Armada Real, es él! Bien, esto sí que es un desmoronamiento. ¿No estaba deshecho, una conducta impropia de un oficial? Bramó estando ebrio, en la oficina del presidente ¿No fue así? Creo que leí algo al respecto.
- Sé que perdió su posición y que fue terriblemente deshonrado- dijo la joven.
- Bien, Myra, el pobre diablo es inofensivo ahora. Habremos llegado en unos pocos días y no necesitas encontrarte con él en esta ancha cubierta. Si no ha perdido toda su sensibilidad, estará tan turbado como tú. Mejor quédate adentro, pues la niebla está aumentando.