Carta 2: Soberbia.

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    ⚠️ADVERTENCIA: Este capítulo contiene contenido sensible para algunos lectores, por favor prioriza tu salud mental y bienestar integral, si eres una persona sensible.

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      Aborrecible pecador,

     Aún recuerdo con una nitidez, característica de mi espléndida memoria, el día en que te vi por primera vez luego de mucho tiempo. Fue un repugnante día de sol incandescente y sin ninguna posibilidad de precipitación, o al menos eso es lo que predijo el gordo sudoroso del canal seis. Debo admitir que me puso de mal humor.

     Los días soleados y yo somos incompatibles; sinceramente, aprecio más la lluvia e incluso me identifico con ella. La lluvia es inestable, inevitable e incontrolable. A veces es suave para que la admiremos, otras veces es intensa para infundir temor. Es invisible hasta que estalla en un diluvio y subestimada hasta que ataca con toda su fuerza.

      Sin embargo, verte caminando erguido por Central Park, como si tuvieras algo de que enorgullecerte, con pasos decididos y confiados, debo admitir que fue peor que el sol de ese día. Además, la parte de ti que me hizo recordar la bestia que ocultas fueron las ventanas a tu alma: tus ojos, verdes y empapados de una abominable soberbia.

      Esa mirada verde despreciable debería haber sido suficiente para alejar a cualquiera de ti, como a un siervo de un cazador, pero no fue así en mi caso. Así que, cuando tus pasos se dirigían al lugar vacío a mi lado, intenté contener el miedo que había acumulado desde hace tiempo. Pensar en compartir la banca de un parque contigo me hacía subir la bilis precipitadamente por la garganta.

      Me era imposible concentrarme en las palabras de John Katzenbach al tenerte tan cerca de mí. Sentir que al realizar el más ínfimo movimiento significaba rozar con tu brazo me hacía asquear.

      Y al subir mi mirada, encontrándome con tus verdes ojos, el terror volvió, conforme los recuerdos también lo hacían. Tú no me recordaste, lo noté en tu mirada y en tu rápida sonrisa coqueta. No te culpo; siempre fui buena para pasar desapercibida. Además, estoy segura de que arruinas tantas vidas que la mía no causó efecto en ti.

      Para ti, era tan insignificante que continuaste tu conversación de celular como si nada. Una conversación tan banal y frívola que ocasionaba que el miedo que sentía hacia ti disminuyera.

      Solo podías recalcar lo maravilloso que, según tus propios estándares, eras. Como todas las personas a tu alrededor eran tan afortunadas de tenerte: tu padre tenía al heredero ideal, tus amigos a un excelente compañero y eras tan generoso con tu esposa por compartir tu vida con ella. Me parece inverosímil que personas como tú existan.

     Estaba tan absorta en mis pensamientos que cuando soltaste una maldición hacia el viento, no pude evitar sobresaltarme. Todo este teatro, por un viento que despeinó tu cabello rubio, tan perfectamente acicalado, daba una imagen de falsa perfección.

      Esa cabellera, cuyos cabellos, estaban comprimidos a tal punto que resulta increíble pensar que aún seguías manteniendo la circulación. Habías dedicado tiempo y esfuerzo esa mañana para arreglarla, y luego pasaste mucho más tiempo admirando el resultado. Sin embargo, el efecto final fue una apariencia muy manipulada, falsa y comercial. Es exageradamente evidente que nunca han faltado ni faltarán personas indeseables y soberbias como tú. Enfrentarse a individuos de esa calaña resulta desapacible.

     Aunque es incuestionable que he perdido la virtud del sosiego con el tiempo, no pienso usarla con alguien que ha arruinado mi vida. El primer encuentro fue lo más complicado de todos. La ansiedad se apoderó de mí, y tuve que tolerar sudoración excesiva y mareos desequilibrantes.

     Con ansiedad, uno debe vivir sufriendo temblores que no permiten moverse con libertad, cefaleas dolorosas que parecen a punto de hacer explotar la cabeza y parestesias que dejan aturdido. Pero los síntomas físicos son solo una parte; los signos psicológicos son la verdadera pesadilla. La cefalea palidece ante la mayúscula sensación de agobio, la detestable preocupación y la aprensión constante.

     Es sumamente terrible sentir esa inquietud, ese desasosiego e irritabilidad cuando simplemente quieres parar de experimentar esos efectos desmesurados y vivir.

      Creo que fue suficiente por una carta; no quiero que las cosas se salgan de las manos, o por lo menos no por los momentos. Por cierto, considero pertinente recalcarte la seriedad de estas cartas y reafirmar lo real de mi determinación. Sé que tiraste mi carta al cesto de basura de tu casa, y pienso que es una falta de tu parte.

Con desprecio, tu asesina.

Con desprecio, tu asesina

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