Un cuaderno forrado en cuero negro.

9 0 0
                                    

N.A.: Este relato era para una redacción de Literatura en la que tenía que empezar con la siguiente frase: Cuando me desperté, no podía creerlo: me había vuelto invisible (original, ¿verdad?). Esto me salió, sin cambiarlo un ápice, aunque ya haya pasado un año y haya cosas que quiera modificar. Dicho esto, disfrutadlo.

.

.

Cuando me desperté, no podía creerlo: me había vuelto invisible. Pero quizás lo fuera desde mucho antes, y no me enteré. Tal vez estaba demasiado metido en mi pequeño mundo de fantasía y letras como para darme cuenta de lo que ocurría a mi alrededor. Y cuando por fin reaccioné, cuando por fin salí al mundo exterior, vi que era demasiado tarde. Era como si hubiese desparecido la vida: no había trinos de pájaros, ni insectos revoloteando, ni siquiera un mísero hierbajo crecía de entre las piedras. Y los únicos seres vivos que quedaban –los humanos– ya no se podían considerar como tales.

Yo podía ver, pero los demás no me podían ver a mí. Y cuando estaba "aletargado", yo tampoco veía a nadie. Todos éramos invisibles para los demás, pero yo aún tenía ojos para mirar, tenía cabeza para pensar. Y comencé a utilizar aquello que todavía conservaba cuando las cosas se habían vuelto irreversibles, cuando tan sólo podía encogerme de hombros y pasar lo que quedase de mi existencia en compañía del silencio.

Paré frente a una joven. Era una chica muy bonita, de cabellos rubios y facciones finas, pero de ojos similares al abismo más oscuro. Ojos vacíos: era algo que últimamente veía demasiado. Ella estaba sentada en una silla, miraba a la nada y tenía los auriculares acomodados en los oídos. Esos condenados auriculares que me habían vuelto invisible para el resto del mundo, que quién sabe qué sonidos emitían, que parecían hechizar a quien los escuchara.

Y ella no era la única que se encontraba en ese estado. Todos los humanos se comportaban como autómatas. Sin pensar, sin sentir, sin ver. Me podía colocar frente a esa chica rubia, y ella no se inmutaría de mi presencia. Como si yo fuera completamente transparente.

Volví a mi camino, recorriendo las calles de esa ciudad silenciosa. Algunos maniquíes vivientes pasaban por mi lado, y yo no me inmutaba, así como ellos no se inmutaban ante mi presencia. ¿Y cómo habíamos llegado hasta esta situación? ¿Cómo todos los humanos se habían convertido en seres que únicamente nacen y mueren? ¿Había un motivo lógico para lo que estaba sucediendo? No lo sabía, ni me interesaba saberlo, a decir verdad. Todo estaba perdido. Estábamos condenados a desaparecer, o como mucho a sobrevivir siendo como muñecos de trapo descerebrados. Así que, ¿qué más daba saber o no saber?

Yo sólo había escapado de esa sentencia porque durante años estuve dormido, en un letargo en el que solamente había palabras escritas que me consolaban. Pasaba las páginas al igual que pasaban los años, pero yo no era consciente del tiempo. El Sol salía por el este y luego se escondía por el oeste, y me era indiferente. No había presente, no había pasado y no había futuro. Era yo y mis libros, mi literatura era mi acompañante en esa eternidad que para mí duró un instante.

Fue como un sueño en el que no tenía control sobre mi cuerpo, abandoné el plano metafísico por un tiempo. Por eso siempre decía que desperté (aunque no había nadie a quien decírselo). Desperté de un sueño para entrar en una pesadilla. Al principio no podía creer lo que mis ojos veían, tampoco podía creer que no hubiera ojos que me vieran. Pero a lo largo de los años, uno comprende, se acostumbra y aprende a vivir con ello.

Y ante tanta soledad, tanto eterno silencio, sólo encontré consuelo en escribir. Relataba mis monótonos días y contaba la vida que algún día atrás hubo en la Tierra. Fue por eso por lo que, a pesar de que fueran décadas las que pasaran, no perdí mi cordura; se quedó guardada en las gruesas páginas amarillas de un cuaderno forrado en cuero negro.

Todo lo que necesito pensarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora