Las desventuras de Alfonso del Olmo.

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N.A.: En este relato encontrarás violencia al estilo de El señor de los anillos.

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Alfonso del Olmo, soldado a las órdenes de Su Alteza Real el rey Rodolfo VII, hombre sin miedo y con honor y el mejor jinete que había en el reino, supo que tenía un gran problema cuando algunas de las tiendas del campamento comenzaron a arder y uno de los vigías gritó —francamente tarde— que los atacaban, que era un ataque sorpresa de sus enemigos, que movieran el culo y cogieran las armas si no querían morir.

Alfonso del Olmo se subió los calzones, las mallas y los pantalones, se puso su cota y su yelmo —que se había quitado por simple comodidad—, asió su espada con un firme agarre y se lanzó a batallar con un rugido bélico. Tuvo la suerte de encontrar a uno de los atacantes nada más salir de detrás de los arbustos, y al desdichado sólo le dio tiempo a soltar un chillido de sorpresa antes de que el acero de Alfonso del Olmo le rebanara el cuello de un mandoble.

Contempló por un segundo cómo el cuerpo de su enemigo se desplomaba, sin gracia, gloria ni cabeza, y apretó la mandíbula. Meneó la cabeza, tensó el cuerpo y comenzó a buscar, entre los gritos, las flechas que iban y venían y las tiendas incendiadas, a los hombres que llevaran las casacas púrpuras. El ejercito de Su Alteza Real el rey Rodolfo VII portaba a las batallas un tono amarillo canario, el color del Sol, y no ese bastardo entre el azul y el rojo que era el morado. Aunque, por supuesto, los estandartes y los uniformes no importaban mucho ahora, viendo que casi todos sus compañeros llevaban sus camisas de diario debajo de la cota de malla. Pero había soldados —Alfonso del Olmo incluido— que se sentían mucho mejor al pensar que, al menos en los enfrentamientos oficiales, eran ellos quienes llevaban colores gloriosos y brillantes.

Alfonso del Olmo resopló mientras hundía la hoja de su espada en el estómago de uno de sus enemigos. Sentía cómo la tensión crecía en él, cómo la urgencia comenzaba de nuevo a tirar de sus tripas, a pesar del torrente de adrenalina que corría por sus venas. Resopló de nuevo y se tiró al suelo para esquivar una flecha incendiada que pasó zumbando a centímetros de su cabeza. Sintió cómo sus músculos se aflojaban y entró en pánico durante un instante breve, antes de darse cuenta de que, por fortuna, no había dejado escapar nada. Rechinó los dientes y apretó las nalgas, y se levantó con movimientos controlados y medidos, y volvió a su tarea de segar cabezas y evitar que segaran la suya o prendieran fuego a su pelo.

Cuando Alfonso del Olmo se enzarzaba en una batalla, dejaba de pensar en minutos y horas y, en su lugar, calculaba el tiempo en hombres caídos bajo sus mandobles. Al decapitar al décimo enemigo, tenía ya la cota de malla cubierta de sangre, la espada brillando en tonos carmesíes, un corte superficial en un brazo y la urgencia embargándole de tal forma que no era capaz de mantener toda su atención en la escaramuza, y por lo menos la mitad de su mente se encontraba ocupada manteniendo la urgencia dificultosamente a raya. La otra mitad, por fortuna, sabía priorizar y se enfocaba en mantenerlo vivo o asegurarse de que muriera con honor. El problema se hallaba en que si decidiere poner todos sus sentidos en la pelea, la urgencia se desbordare y él, por ventura, llegare a morir, ya podía despedirse del honor. Y si llegaba a sobrevivir, también, porque no podría volver a mirar a sus camaradas al rostro.

Comenzaban a dolerle los muslos y ya se preguntaba cuánto más tendría que soportar esa agonía cuando, de repente, un latigazo lacerante en el costado le arrancó un aullido y le hizo rodar por el suelo. Sintió desesperadamente cómo la empuñadura de su espada se escapaba de sus dedos callosos y caía fuera de su alcance. No se molestó en mirar quién le había atacado, pues la prioridad era recuperar la espada: si no, ya podía reconciliarse rápidamente consigo mismo y con Dios y prepararse para pasar el resto de la eternidad criando malvas. Con una súbita calidez en el interior de sus mallas y sujetándose con la derecha el corte en el costado, se estiró para alcanzar su arma. Ahogó un gemido cuando su enemigo le pisó la mano, justo en el momento en el que rozaba la empuñadura.

Alfonso del Olmo alzó la mirada por lo que, pensó, sería la última vez. Vio la silueta indistinguible y a contraluz de su enemigo, la espada lanzándole destellos cegadores a los ojos, y adoptó la expresión más digna que pudo mientras esperaba a que el acero le traspasara el pecho y le clavara en el suelo por siempre. Sin embargo, como fulminado por un rayo, el enemigo se desplomó muerto a su lado y su espada cayó, con estrépito metálico, a unos inquietantes centímetros de la cabeza de Alfonso del Olmo.

Miró hacia arriba de nuevo y vio una mano tendida hacia él. La tomó sin atisbo de duda y su camarada, Jaime Núñez, lo ayudó a levantarse de un impulso. Alfonso del Olmo fue repentinamente consciente de la masa blanda y caliente que se deslizaba piernas abajo y maldijo para sus adentros.

Maldijo al enemigo muerto, a los kiwis, a la flojera de sus esfínteres y, por sobre todas las cosas, a cómo se pegaban sus mallas a las piernas. Intentó regresar a la batalla sin prestarle atención a sus pantalones, luchando hombro con hombro con Jaime Núñez —quien, en realidad, sólo había pasado por allí de casualidad y había decidido echarle una mano al verle en el suelo; su salvadora había sido una flecha perdida de sus contrincantes—, pero sentía incómodamente cómo la plasta descendía mallas abajo con parsimonia, y le daba vergüenza y hasta miedo que, sobre el fragor de la batalla, Jaime Núñez pudiera oír el chapoteo que Alfonso del Olmo hacía al andar.

Le dio el golpe de gracia a un enemigo al que había derribado con un mandoble en el tobillo, se apoyó durante un segundo en la empuñadura de su espada y resopló. Con los músculos de los brazos ardiendo, la barba mojada por el sudor y los pantalones manchados, Alfonso del Olmo le dedicó un momento a reflexionar sobre la gloria de la guerra. Pero fue un momento breve, porque Alfonso del Olmo era un soldado, el mejor jinete de Su Alteza Real el rey Rodolfo VII, la adrenalina hacía que su corazón tamborileara locamente y se había cagado en los calzones aunque no quisiera admitirlo, y, por tanto y en consecuencia, era un hombre de acción y poco pensar.

—¡Todos los enemigos han caído! ¡Hemos ganado! —gritó uno de sus camaradas, exultante y ligeramente burlón.

Jaime Núñez vio cómo uno de los atacantes, tirado en el suelo y con una lanza que sobresalía del estómago, extendía el brazo débilmente hacia un hacha abandonada. El soldado se acercó a él y le clavó la espalda en el pecho, y tras un espasmo y un grito ahogado, el hombre de la casaca púrpura murió.

—Ahora sí han caído todos —refunfuñó Jaime Núñez, escupiendo en el suelo. Alfonso del Olmo se rio—. Esos hideputas... Me asaltaron cuando estaba afilando mi espada. La he mellado partiéndole el yelmo a uno de esos malnacidos, habré de hacerme con una nueva. Malditos sean.

Alfonso del Olmo sintió entonces un ramalazo de escozor en el costado, donde antes lo habían herido, y se metió la mano bajo la cota de malla y la camisa para sentir bajo sus dedos callosos el corte abierto y sangrante. Era bastante superficial y doloroso y Alfonso del Olmo podía considerarse un suertudo, pero tardaría días en cicatrizar y no podría moverse con igual soltura mientras tanto. Suponía que habría algunos compañeros en un estado similar o peor al suyo.

—Por cierto, ¿qué es esa pestilencia? —comentó de repente Jaime Núñez—. Ugh, es incluso superior al hedor de la sangre...

Alfonso del Olmo se corrigió: no había nadie en un estado peor al suyo, porque si bien algunos iban a morir de infecciones y de heridas malamente situadas, él lo iba a hacer de mortificación. Pensó mientras enrojecía violentamente que, aunque estuviese vivo y casi ileso, no podía tener peor suerte. Cinco minutos más tarde, descubrió que su tienda —con todas sus cosas, su ropa, su muda de calzones— había resultado arder hasta convertirse en cenizas y Alfonso del Olmo hubo de corregirse una vez más. Y cuando Jaime Núñez descubrió la mancha sospechosa en su trasero y le preguntó si no vendría de ahí la peste, se cayó de espaldas y se desmayó.

Y así fue cómo Alfonso Cagoneta del Olmo, soldado bajo las órdenes de Su Alteza Real el rey, el mejor jinete del reino y hombre sin miedo y con honor, aprendió que era de vital importancia terminar siempre sus quehaceres tras los arbustos; no importaba si atacaban el campamento y provocaban una masacre mientras lo hacía. Ahora que no tenía muda de pantalones, realmente sus prioridades habían cambiado.

Todo lo que necesito pensarDonde viven las historias. Descúbrelo ahora